sábado, 11 de octubre de 2025

COMPRA VERDE Y REZA EN SILENCIO


Vivimos en una época muy peculiar: la del capitalismo con cara de conciencia. Y la conciencia, como la paloma que soltó Moisés después del diluvio, también trae una ramita en el pico. Hoy basta con que un producto lleve una hojita dibujada o una etiqueta color tierra para que te sientas parte de algo superior. No hace falta entender cómo funciona el sistema ni cuestionar quién lo sostiene. Con cambiar de marca, alcanza. Compras el mismo detergente, pero ahora dice "eco-friendly", y de golpe ya no estás lavando ropa: estás salvando el planeta.

La idea es seductora. Tiene ritmo, es fácil de recordar y huele bien. Literalmente. Porque todo lo “verde” viene perfumado de bosque y tipografías suaves, como si el planeta pudiera curarse con un jabón biodegradable o una tote bag con frase inspiradora. Lo importante no es lo que compras, sino lo que crees que estás haciendo cuando lo haces. Y tú crees que haces algo bueno. O al menos, mejor.

Pero el mundo no se salva desde un carrito de compras. Y lo sabes. Lo sabes cuando apagas el documental y sigues scrollando, cuando lees sobre incendios y microplásticos y luego eliges yogur con envase compostable como si eso hiciera alguna diferencia. Lo sabes, pero necesitas creer que algo depende de ti. Porque si no, ¿qué queda? ¿Enfrentarse a los políticos y a las grandes corporaciones que están favoreciendo este desastre? ¿La impotencia al comprender quienes se benefician cuando desaparece un bosque y "aparece una mina"? ¿Obligarte a creer que los molinos eólicos son más verdes que los olivos?

Entonces eliges creer. Te tragas el discurso como se tragan las pastillas que no curan, pero calman. Aquellas que venden en l farmacia cerca de la casa de Sabina, las de no soñar. Y otras que vienen disueltas el zumo orgánico, las de no preguntar.

Porque el consumo verde no es un acto político: es un placebo emocional. No está diseñado para modificar el sistema, sino para anestesiar tu conciencia. No te invitan a consumir menos, ni a rebelarte, ni a exigir responsabilidades. Te ofrecen otra cosa: la tranquilidad de seguir igual, pero con mejor envoltorio y con la conciencia tranquila de quien sabe que está "haciendo su parte".

Te dicen que compres distinto, no que vivas distinto. Que elijas otra botella, no otro modelo de sociedad. Que pongas tu esperanza —y tu dinero— en marcas que han aprendido a venderte no soluciones, sino absoluciones.

Es brillante. En vez de frenar el consumo, lo reconfiguran. Lo convierten en identidad, en virtud, en pertenencia. Ya no importa cuánto consumes, sino cómo lo consumes. Y si es con la etiqueta correcta, entonces estás del lado bueno de la historia. O eso te dicen. Y tú lo repites.

La culpa es un gran negocio. Y la ecológica, más. Porque es silenciosa, constante, y no necesita pruebas. Te la activan con imágenes de osos polares y niños descalzos, y te la calman con un desodorante sin aluminio. Así, el sistema te golpea con una mano y te consuela con la otra. Es un abuso emocional empaquetado en celulosa reciclada.

¿Y mientras tanto? Las grandes corporaciones siguen. Los océanos se llenan de basura. Los bosques se talan. Las emisiones no disminuyen porque tú cambiaste de champú. Porque tú no eres el problema. Pero te hacen sentir que haces algo. Aunque sea simbólico. Aunque sea insuficiente.

La trampa está ahí: en convencerte de que la solución está en tu carrito y no en los tratados internacionales que nunca se firman, ni se cumplen aunque se firmen. En los subsidios a industrias contaminantes que nadie menciona, en los gobiernos que legislan para las petroleras mientras tú eliges entre dos botellas con distinta paleta de verdes.

No es casual que todo esto funcione. Está cuidadosamente calculado. Los ingenieros sociales nos conocen muy bien. Las campañas no apelan a la razón. Apelan al miedo, a la necesidad de pertenencia, al deseo de estar a salvo —aunque sea solo moralmente. Porque si compras lo correcto, entonces no eres como los otros. No eres como ese que sigue usando bolsas plásticas o come carne en envases de unicel. Tú eres mejor. O al menos, te lo parece.

Pero la verdad es incómoda. No hay consumo, o falta de consumo, que salve al mundo. No hay elección individual que compense la inacción estructural. No hay tote bag que limpie océanos. Lo que hay es un sistema que encontró la forma perfecta de seguir igual mientras te convence de que tú estás cambiando algo.

Y eso, dicho sin poesía ni tipografía amigable, es la famosa cuesta abajo sin frenos por la ladera de una montaña de la Cordillera del Basural. Una de tantos ochomiles donde se pierden los alpinistas.

Al menos sus deditos son biodegradables. Disculpen el humor inclusivo.

Isabel Salas


jueves, 2 de octubre de 2025

DE SIERVO A CIUDADANO

El truco de magia jurídico que sostiene la esclavitud moderna. 

 Durante siglos —o tal vez desde siempre— los seres humanos hemos sido administrados, no gobernados. La historia oficial, en su versión edulcorada, repite que hemos conquistado derechos, que la ciudadanía nos liberó de la servidumbre feudal, que hoy somos sujetos autónomos gracias al Estado de derecho. Pero basta escarbar un poco para ver el truco: la figura del ciudadano no es otra cosa que una actualización del siervo, revestida con lenguaje jurídico moderno.

En el sistema feudal el siervo no tenía propiedad, ni derechos, ni movilidad. Estaba ligado a la tierra y subordinado a la voluntad de su señor. Solo los nobles y el clero podían desplazarse con libertad. El siervo —como hoy el ciudadano— existía únicamente en función del poder que lo registraba.

Más adelante, con la aparición de los Estados-nación y las revoluciones burguesas, se nos vendió la idea de que el pueblo se convertía en soberano. En realidad, lo que se produjo fue una reconfiguración administrativa del control. Se abandonó el látigo y se implementaron mecanismos más sofisticados: registro civil, DNI, número de seguridad social, pasaporte y consentimiento pasivo. A cambio de obediencia, se ofrecieron derechos.

La ciudadanía no es libertad. Es una condición jurídica otorgada por la misma estructura que impone tus obligaciones. Seguimos atados a la tierra como antes. En el pasado necesitabas una carta del señor feudal para poder viajar; hoy se llama pasaporte. Es el mismo principio bajo otro nombre: no puedes moverte si no estás registrado y autorizado. El pasaporte es el dispositivo moderno que confirma que la tierra no es tuya y que tú no eres libre para recorrerla.

El engaño funciona porque está bien diseñado. A los de abajo se les conceden derechos —a la salud, a la educación, a la vivienda— pero no como garantías reales, sino como permisos condicionados: tienes derecho si pagas impuestos, si obedeces las leyes, si te dejas administrar. Si no, se te revocan.

Mientras tanto, los de arriba ni siquiera figuran como ciudadanos. Operan con privilegios: fueros, inmunidades, exenciones fiscales, pasaportes especiales, jurisdicciones propias. Tienen acceso a servicios que no están regulados ni supervisados por los mismos mecanismos que afectan al resto. No mendigan derechos: ejercen libertades reales. Libertad de movimiento, de evasión fiscal, de uso de información privilegiada, de imposición ideológica o económica sin rendir cuentas.

Uno de los instrumentos más eficaces para atrapar desde la base es el llamado “derecho a la identidad”. En apariencia, es un avance: el niño tiene derecho a tener nombre, nacionalidad, pertenencia. En la práctica, es el primer anzuelo jurídico que lo introduce en la maquinaria del Estado. Desde ese momento, ya no es un ser humano libre con vínculos naturales y espirituales. Pasa a ser un sujeto jurídico, numerado, obligado, tributable, representable, sustituible.

Ese niño, como el adulto que será, no ejercerá libertad. Vivirá reclamando derechos. Y al hacerlo, estará aceptando que necesita permiso para vivir dignamente.

Algunos disidentes creen que pueden escapar de esta red apelando al derecho natural. Hablan de haber nacido vivos, de no consentir ser personas jurídicas, de presentarse como seres humanos soberanos. Pero el sistema no responde a códigos filosóficos ni morales: responde al registro y a la obediencia. Si no estás registrado, no existes. Si no inscribes a tus hijos, te conviertes en sospechoso. Si rechazas el marco legal, te vuelves intervenible.

Todo ese cuento sobre la transición del siervo al ciudadano fue, y sigue siendo, una jugada maestra. Nos ofrecieron derechos para que dejáramos de hablar de poder. Nos ofrecieron soberanía para que renunciáramos a la autonomía. Y lo más perverso: nos hicieron creer que pedir derechos es ser libre, y que cada derecho "conquistado" es un paso hacia la libertad.

Si nos dan a elegir entre tener razón y tener paz, algunos elegirán tener razón. Otros simplemente querrán paz. Pero tal vez solo es verdaderamente libre quien no necesita que el sistema lo reconozca para saberse válido.

Y esa libertad no encaja en ninguna casilla del registro. Por eso no la conceden.
Por eso la rechazan.

Isabel Salas 

 

domingo, 28 de septiembre de 2025

LOS RESCATES SÁDICOS

 Cuando todo vale para alimentar al algoritmo.

 

 El video siempre empieza igual: un perrito temblando en la cuneta, un gato con los ojos legañosos, un caballo famélico atado a un poste. Música triste de fondo, cámara lenta, subtítulos lacrimógenos. La audiencia prepara los pañuelos. Al minuto tres aparece el héroe: manos humanas que acarician, agua limpia en un cuenco, una manta tibia. El animal —antes un despojo— ahora recibe el milagro del rescate. Final feliz. Likes asegurados. Donaciones abiertas.

La escena se repite tanto que ya no parece real: parece televisión. Una coreografía emocional tan pulida que uno ya anticipa cuándo va a sonar el violín o cuándo aparecerá el zoom dramático al ojito enfermo. Y ahí está la trampa: el problema no es rescatar animales. Ojalá todos tuvieran esa segunda oportunidad. El problema es que el rescate se ha convertido en contenido de consumo, y como todo contenido que genera clics, puede fabricarse.

Sí: hay quien maltrata o abandona animales a propósito para luego grabar su “rescate”. No es compasión, es marketing. No es ternura, es monetización del sufrimiento. Y si aún te parece exagerado, pregúntate: ¿por qué tantos videos de rescate tienen mejor producción que tu documental de Netflix favorito?

El negocio está armado sobre un mecanismo simple: cuanto más dramática la escena inicial, más poderosa la narrativa de redención. Cuanto más huesos tenga el perro, más likes cosecha. Y cuanto más lágrimas arranque el video, más donaciones llegan a la cuenta PayPal del rescatista. Se produce entonces una paradoja macabra: el dolor animal se convierte en materia prima de un espectáculo rentable. No es ayuda, es storytelling.

Y no necesita villanos externos. El propio rescatista puede ser verdugo y salvador a la vez. Puede golpear primero y abrazar después, todo en el mismo set. O simplemente exagerar, montar escenas, fabricar tragedias. Porque la audiencia no quiere verdad: quiere una dosis diaria de compasión digerible. Quiere sentirse buena sin hacer nada. Ver el sufrimiento y, segundos después, el alivio. Un chute emocional de corta duración, que deja el alma limpia y el algoritmo satisfecho.

¿Y qué pasa con el animal? Poco importa. Si vive, bien. Si muere, aún mejor: se transforma en mártir perfecto para otro video, otra campaña, otra colecta. Porque lo esencial no es la vida del perro, sino la emoción que produce en la pantalla. El animal no es un ser sintiente: es un recurso narrativo.

La industria del rescate animal es la nueva pornografía de la compasión. Nos excita llorar, nos complace donar, nos sentimos mejores al compartir. Y mientras tanto, detrás de cada clic, alguien cuenta billetes. Porque rescatar de verdad cuesta caro: veterinarios, comida, espacio, seguimiento. Pero rescatar para las cámaras es rentable: basta una cámara HD, música de stock y un animal convenientemente maltratado. Lo demás lo hace el algoritmo.

Lo que vemos es una cadena de producción de ternura industrializada. Animales convertidos en atrezzo de un drama moral que tranquiliza conciencias mientras financia a sus productores. Un espectáculo perfectamente calibrado para que nadie se pregunte nada, para que todos lloren un poco, donen un poco, compartan mucho.

Y así, el acto ético del rescate se convierte en una farsa rentable con guion, edición y merchandising. El espectador, convertido en cómplice involuntario, se convierte en consumidor de sufrimiento maquillado de esperanza.Y el rescatista... muchos de estos rescatistas virales presentan lo que algunos profesionales identificarían como rasgos del complejo de Mesías: una necesidad patológica de ser visto como el único capaz de salvar, redimir, limpiar la suciedad del mundo. No rescatan al perro: se rescatan a sí mismos del anonimato, de la mediocridad, del silencio interior.

Este tipo de personalidad necesita víctimas para existir. Y si no hay una víctima real a mano, se construye una. Se exagera. Se ensucia. Se graba. Se edita. Porque el acto de rescatar no es solo una acción: es una performance que alimenta su identidad. Cuanto más sucio esté el animal, más brillante será la aureola del salvador.

A eso se suma la adictiva validación digital. Corazones, aplausos, “gracias por tu labor”, “eres un ángel”, “el mundo necesita más gente como tú”. El ego del salvador se infla con cada comentario. Pero, como todo adicto, necesita dosis crecientes. Ya no basta con rescatar un perro. Ahora tienen que ser cinco. O un burro desnutrido. O una cabra con sarna. O una historia tan desgarradora que haría llorar a un bloque de mármol.

¿Y si el animal no coopera con el guion? Mala suerte. Se le fuerza un poco. O se repite la escena. Porque este salvador necesita que el sufrimiento sea evidente, que el antes sea espantoso, para que el después parezca milagroso. Todo sea por el arco narrativo.

Y claro, también está el narcisismo blando, esa versión dulcificada del egoísmo que se disfraza de altruismo. No es “mírame cómo sufro”, sino “mírame cómo hago sufrir para que parezca que curo”. El foco no está en el animal: está en las manos que lo acarician, en la voz que lo calma, en el rostro que se humedece con lágrimas selectas. La compasión es decorado; el protagonista es él.

Lo más inquietante es que, en el fondo, el sufrimiento ajeno se vuelve necesario para sostener su identidad. Sin dolor, no hay redención. Sin víctima, no hay héroe. Y sin cámara, no hay nada.

La ternura, como todo lo demás en internet, se volvió contenido. Y el contenido, como todo lo rentable, se repite hasta vaciarse. La próxima vez que veas un rescate viral recuerda que tal vez no estés viendo un acto de amor, sino la escena final de una crueldad injustificable.

Isabel Salas

martes, 23 de septiembre de 2025

LAS FALSAS ESTADÍSTICAS

 Cuando las cifras mienten con buena letra

 


 Las estadísticas han dejado de ser espejos  (si es que alguna vez lo fueron) para convertirse en maquillaje. La criminalidad, en particular, se ha vuelto un terreno ideal para embellecer los datos a gusto del discurso de turno. ¿Ejemplo? El tratamiento de los delitos cometidos por personas transgénero, especialmente aquellos nacidos varones que hoy se identifican como mujeres. Parece un tecnicismo, pero lo que está en juego es mucho más profundo: la percepción social de la violencia, la base sobre la que se debate y hasta las políticas que se diseñan "con evidencia".

La fórmula es simple y, por eso, tan efectiva: los registros judiciales y policiales ya no anotan al agresor según su sexo biológico, sino según cómo se autopercibe. Así, podemos tener un hombre que mata y luego se declara mujer, entra en las estadísticas como “asesina”. Lo mismo una chica que trans que lleve varios años autopercibiéndose mujer y cometa un homicidio.

La realidad es  que de cada cien personas que mueren asesinadas, hombres o mujeres, a noventa las mata un varón, pero con un solo clic, la historia de la criminología se distorsiona: esa brecha enorme entre la violencia masculina y la femenina comienza a "cerrarse"... aunque sea  solo en los gráficos. La ilusión está servida, y con ella, el discurso: las mujeres también matan, también violan, también agreden. Igualdad ante todo, incluso en el crimen. Y es cierto, pero mucho menos.

Esta manipulación no es solo un desliz técnico. Tiene efectos concretos. Si los medios repiten que aumentan los asesinatos cometidos por mujeres, la sociedad empieza a creer que la violencia ya no tiene sexo. Desaparece una verdad empírica, incómoda pero necesaria: la violencia extrema es, en su abrumadora mayoría, masculina. Y quien ose decirlo, quien se atreva a señalar el artificio, será señalado como transfóbico. Porque en esta narrativa, la crítica no se refuta: se cancela.

Para quienes trabajan con la violencia —jueces, policías, criminólogos—, este disfraz numérico no es menor. ¿Cómo identificar patrones, prever riesgos, diseñar políticas preventivas, si las variables clave se disuelven en la corrección política? ¿Qué sentido tiene hablar de agresividad, fuerza física, reincidencia, si ya no podemos siquiera decir si el autor del crimen es hombre o mujer? Convertir las estadísticas en un panfleto ideológico no es solo deshonesto. Es inútil. Es peligroso.

Sus defensores dirán que respetar la identidad de género incluso en la cárcel o en los tribunales es un gesto de dignidad. Pero los datos criminales no son el lugar para dar lecciones simbólicas. No están para hacer sentir bien a nadie. Están para describir la realidad con la mayor crudeza posible. Si la embellecemos, si la editamos para que encaje en una narrativa inclusiva, dejamos de entenderla. Y entonces, todo lo que venga detrás —desde la prevención hasta la justicia— estará construido sobre una mentira piadosa.

¿El resultado? Desconfianza social, confusión política, impunidad encubierta. Y sobre todo miedo.

Porque si un hombre puede violar y ser clasificado como “mujer”, no solo se desfigura el dato: se desfigura la realidad y se transforma  el debate en un posible "discurso de odio". 

Pero al margen de eso, cuando el debate se basa en una ficción, la verdad desaparece. Y con ella, cualquier posible justicia.

Isabel Salas

Madame Bedeau de l'Écochère 

 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

EL CONTRATO: IMPOSICIÓN CAMUFLADA DE OPCIÓN

 La gran mentira del consentimiento: contratos sin libertad

 

El derecho moderno nos dice que el contrato es la expresión máxima de la libertad individual. Que dos partes iguales acuerdan libremente las condiciones de su vínculo, que nadie obliga a nadie, y que lo firmado obliga porque lo elegiste. Pero eso, en la práctica, es una fábula. Un dogma jurídico que no se sostiene si uno mira cómo funcionan hoy los contratos reales.

Nos enseñan desde niños que firmar un contrato es un acto de libertad. Es lo que haremos cuando crezcamos y que al hacerlo, ejercemos nuestra voluntad como adultos responsables y libres. Que nada se impone, que todo se acuerda. Y que el consentimiento es la piedra angular del derecho moderno: si aceptas, es porque quieres.  Ah, y no olvides leer cada esquina de las treinta páginas antes de firmar. Es tu obligacion hacerlo antes de firmar y si no lo haces, la culpa es tuya.

 “El cliente autoriza al banco a compartir su información con autoridades nacionales e internacionales, y con terceros proveedores, sin previo aviso y sin necesidad de autorización adicional.”

Pero este tema de los contratos  es una de las grandes mentiras fundacionales del sistema jurídico actual. Una mentira cómoda, útil, bien envuelta en retórica liberal, que permite a empresas, instituciones y Estados imponer condiciones draconianas con apariencia de legitimidad.

Basta una firma. Un clic. Un “sí” que no es libre, sino extorsionado, viciado o inducido por necesidad. ¿Qué libertad hay en eso?

Por un lado estamos rodeados de Contratos de adhesión dónde se aplica la ley del "lo tomas o lo dejas". Si te fijas la inmensa mayoría de los contratos actuales no se negocian. Se aceptan o se excluyen. El contrato con el banco, la compañía telefónica, la aseguradora, el hospital, la escuela, la red social o incluso la plataforma de pagos… son todos contratos de adhesión: tú no puedes cambiar una coma. Si no estás de acuerdo, no hay trato. Y si no hay trato, te quedas fuera del sistema. Eso no es libertad contractual: es extorsión formalizada.

Y si lo dejas, quedas fuera del sistema. ¿No quieres aceptar que tu banco pueda bloquear tus fondos si un algoritmo detecta actividad sospechosa? Estupendo, entonces no tienes cuenta. ¿No aceptas que la compañía eléctrica interrumpa el servicio sin compensación por “mantenimiento”? Sin problemas, múdate al barrio de Pedro Picapiedras, te quedas sin luz. ¿No estás de acuerdo con que WhatsApp o Instagram lean tus contactos y compartan tus datos? No pasa nada, no puedes comunicarte con tu entorno digital, escríbeles cartas certificadas con acuse de recibo si te apetece.

 “Nos reservamos el derecho de modificar unilateralmente estos términos en cualquier momento. Su uso continuado de la plataforma implica aceptación tácita de dichos cambios.”

 Es decir, pueden cambiar las reglas cuando quieran, y si tú no abandonas el servicio, se interpreta que aceptas todo. Consentimiento forzado por continuidad.

Hablando de aplicaciones...Cuando aceptas los términos y condiciones de una aplicación, ¿realmente sabes qué estás aceptando? ¿Lo has leído? ¿Tienes otra opción? El sistema presupone tu consentimiento porque clicaste “aceptar”. Pero ese “sí” no nace de una voluntad libre, sino de una necesidad inducida: si no lo aceptas, no puedes operar en la sociedad digital, en el sistema bancario o incluso en la vida pública. ¿Qué clase de consentimiento es ese?

 “La empresa se reserva el derecho de interrumpir el suministro por causas técnicas, de fuerza mayor o de seguridad, sin necesidad de aviso previo y sin que ello genere derecho a indemnización.”

Hay consentimiento real cuando existe: libertad de rechazar sin consecuencias graves; posibilidad de modificar los términos; conocimiento completo de lo que se firma y igualdad entre las partes. ¿Ya has practicado ese deporte? No lo creo, nada de eso se da hoy.

Al contrario, lo que nos rodea es un chantaje contractual legalizado y los ejemplos abundan. Para tener electricidad, debes aceptar las cláusulas de la empresa que monopoliza el servicio en tu zona. Para abrir una cuenta bancaria, debes aceptar que rastreen tus movimientos, transfieran tus datos y bloqueen tus fondos si lo ordena una autoridad. Para trabajar, firmas contratos donde renuncias anticipadamente a derechos básicos (por ejemplo, cláusulas de disponibilidad, confidencialidad desmedida, sueldos de hambre).

En el ámbito sanitario, educativo y hasta judicial, el “consentimiento informado” es muchas veces una firma obtenida bajo presión, no una elección lúcida.

Otra característica encantadora y didáctica de la actual forma de contratar es la función disciplinaria del contrato. Si nos fijamos bien el contrato moderno no es solo un acuerdo entre partes. Es también un instrumento de domesticación. El lenguaje contractual te somete a términos que normalizan el abuso como acabamos de decir pero no esta mal repetir:  renuncias anticipadas, limitaciones de responsabilidad, cesión de datos, penalizaciones desproporcionadas. 

Y todo ello, presentado como un acuerdo “libre”. Es el consentimiento del esclavo al que se le permite elegir el color de sus grilletes.

Recuerda,  si enfermas de algo que ya tenías sin saberlo, no te cubren, y advertido estás,  “La compañía podrá excluir enfermedades preexistentes, incluso no diagnosticadas, si considera que existían indicios razonables antes de la firma.”

Si en verdad viviéramos en un sistema realmente libre, el contrato sería una herramienta para formalizar acuerdos entre personas capaces y conscientes, con posibilidad real de negociación, sin coerción implícita ni exclusión sistémica. Pero eso no existe. 

Lo que existe es la imposición camuflada de opción. El contrato moderno es una coartada: una forma elegante de ocultar la violencia estructural bajo el barniz de la “voluntad”.

 Isabel Salas

 


lunes, 1 de septiembre de 2025

EL (INSOPORTABLE) NIÑO INTERIOR

Princi-pan, el eterno niño interior.

 

El Principito no tiene la culpa. Lo usamos de chivo expiatorio, pero el pobre nunca pidió ser el emblema global del infantilismo emocional. A él lo escribieron como un cuentecito  insulso, y terminó convertido en el tótem de una religión blanda que canoniza la inmadurez y transforma la ñoñería en dogma.

La maquinaria emocional moderna encontró en ese niño de cabellos dorados una mina de oro. Un pequeño oráculo que, con frases azucaradas y lógica difusa, habilitó una de las mayores estafas culturales de nuestro tiempo: la glorificación del “niño interior” como fuente de sabiduría y brújula moral. Y así, de la mano de terapeutas con voz suave y bibliografía motivacional, el adulto contemporáneo fue domesticado. Primero emocionalmente. Luego políticamente.

Porque crecer se volvió pecado. Madurar, traición. La adultez dejó de ser una conquista y se convirtió en un trauma pendiente. Y en ese terreno fértil, brotó la industria del autoabrazo: retiros espirituales para perdonarte por vivir, cursos para sanar tus bloqueos vibracionales, terapias para reconciliarte con un niño (interior) que nunca pidió tanta atención.

El truco es redondo: primero hacerte entender que tienes un niño dentro lleno se traumas y a seguir te enseñan a decretar. Pide lo que deseas con firmeza, conecta con el universo, visualiza tu nueva vida. Cuando eso no pasa —y nunca pasa—, no cuestiones el método. Cuestiónate a ti. Fallaste tú. No vibraste bien. No te amaste suficiente. El problema no es estructural, es emocional. No consigues decretar correctamente como el universo manda, 

Compra otro curso. Paga otro taller. Aprende a perdonarte por no manifestar lo que mereces. El universo no consigue conspirar a tu favor porque no lo estás haciendo bien.

Y así, entre decreto y decreto, el adulto se convierte en consumidor eterno de su propia carencia. No consigue pensar ni organizarse racionalmente para salir de una situación que le desagrada. No actúa. Solo gestiona emociones como si fueran acciones políticas. Su lucha es interna. Su revolución, terapéutica. Su único enemigo: el trauma no resuelto de los ocho años.

En el fondo, el infantilismo contemporáneo no es ingenuidad: es estrategia. Un adulto infantilizado es oro puro para el mercado y para el Estado. No reclama. No molesta. Se concentra en su chakra bloqueado mientras el sistema afina su maquinaria.

Pero no se trata solo de emociones mal administradas: se trata de una forma deliberada de anular la capacidad de crítica. Este nuevo adulto no solo evita el conflicto: lo teme. No solo rechaza el debate: lo percibe como una agresión personal. Ha sido entrenado para interpretar la realidad no como estructura, sino como espejo emocional. Cualquier crítica al sistema es leída como un ataque a su autoestima. Cualquier análisis estructural, como una mala vibra.

Y mientras tanto, el Estado de Derecho —ese conjunto de normas y aparatos que debería garantizar libertades, pero que cada vez funciona más como mecanismo de contención y control— se consolida en silencio. Amparado por el ruido de las emociones y el mercado de la autoayuda. Porque no hay nada más funcional al poder que una población sentimentalmente neutralizada, convencida de que “lo importante es sanar” y que la injusticia estructural puede resolverse con gratitud y afirmaciones diarias.

Los manuales de autoayuda nos han convencido de que la política está dentro de uno. Que la libertad empieza en el “amor propio”. Que la revolución es vibrar alto. Una visión profundamente conservadora, vestida de espiritualidad color pastel. No hay necesidad de lucha, ni de organización, ni de conflicto colectivo. Solo debes conectar con tu “verdad interior” y todo cambiará.

Pero el mundo no cambia porque una masa de adultos haga journaling. El mundo cambia cuando esa masa se convierte en sujeto político, capaz de identificar estructuras de poder, de nombrarlas sin eufemismos y de enfrentarlas sin pedir permiso a su niño herido.

La sentimentalización de la vida adulta ha logrado lo que ninguna dictadura consiguió: que millones de personas se autocensuren sin necesidad de represión externa. ¿Quién necesita vigilancia, cuando la autocorrección emocional funciona tan bien? ¿Quién necesita policía del pensamiento, si el propio individuo evita pensar en lo que puede alterar su “equilibrio vibracional”?

Mientras tanto, los adultos funcionales —esos que deberían estar leyendo legislación, organizando redes de resistencia, auditando a sus gobernantes— están ocupados buscando “propósito” o compartiendo frases edulcoradas de El Principito en redes sociales. Y no por maldad o estupidez, sino porque han sido entrenados para ver la vida como una cuestión emocional y no política.

La pedagogía sentimental ha sustituido a la educación crítica. Nos enseñaron a “sentir lo esencial” en lugar de comprender lo estructural. A declarar que eres responsable por aquello que conquistas. A decretar prosperidad en vez de exigir justicia redistributiva. A perdonarnos antes de responsabilizarnos. A mirar hacia dentro… justo cuando más deberíamos estar mirando hacia afuera.

Y esto no es casualidad.

El sujeto infantilizado no cuestiona las lógicas del Estado moderno. No se pregunta por los límites reales de su autonomía, ni por los intereses que se esconden detrás de ciertos derechos “indisponibles”. Porque para interrogar al Leviatán, primero hay que dejar de jugar con unicornios emocionales.

No estamos diciendo que sanar no importe. Pero hay un momento para todo. Y la política no puede esperar a que todos resolvamos nuestras heridas emocionales. Porque mientras uno intenta alinear su chakra, el mercado sigue acumulando poder. Y mientras uno busca a su niño interior, el Estado negocia con su libertad.

Es hora de recordar que la adultez no es una trampa, ni un trauma, ni una carga. Es una posición política. Y que sólo desde allí se puede disputar el poder real.

Por eso, sí, perdonemos al Principito. El pobre no eligió ser símbolo de este delirio. Pero no seamos tan indulgentes con nosotros mismos. Porque el precio de tanta terapia emocional mal digerida es alto: pagamos con nuestra capacidad de análisis, con nuestra voluntad colectiva, con nuestra ciudadanía.

No se trata de negar el valor de lo emocional. Se trata de dejar de usarlo como excusa para no actuar. El dolor personal no desaparece decretando, ni la injusticia se disuelve meditando. Lo esencial no es invisible: se ve clarito si miras bien. Así identificarás a los amigos que no le convienen a tu hijo o a esa vendedora que te sonríe para venderte productos de mala calidad.

Así que basta de frases de autoayuda y de decretos fallidos. Es hora de pensar. De organizarnos. De hablar claro. Porque si no recuperamos el pensamiento crítico, nos quedaremos atrapados en una infancia emocional perfectamente decorada y  estratégicamente diseñada para que no toquemos el sistema.

Y entonces sí, será demasiado tarde para crecer.

domingo, 24 de agosto de 2025

EMPRENDIMIENTO COMO (AUTO)EXPLOTACIÓN

 La ideología del emprendimiento: precariedad con buena actitud.

 

Qué hermoso e inspirador, es ver a alguien pasarse dieciséis horas al día vendiendo galletas veganas por Instagram y creyendo que eso lo convierte en el nuevo Elon Musk. En realidad es un becario de sí mismo: sin vacaciones, sin seguro médico, sin vida social. Pero con actitud. Con resiliencia. Con frases motivacionales cada mañana para convencerse de que la ansiedad es estrategia y la precariedad, oportunidad. El nuevo credo del siglo XXI: explótate con una sonrisa.

Nos lo vendieron como libertad. Ser tu propio jefe, manejar tus tiempos, trabajar en pijama con café de especialidad y la laptop en la mesa de la cocina. El sueño del emprendedor moderno no es otra cosa que una versión minimalista del viejo contrato de servidumbre, solo que sin jefes visibles. No tienes patrón porque ahora el patrón eres tú. Y como eres tú, tampoco hay sindicatos, ni reclamos, ni prestaciones. Solo hay facturas, clientes que pagan tarde y un Excel que te recuerda que estás en números rojos. Pero sonríe, que eso ahora se llama “emprender”.

El truco de esta ideología es brillante: convencerte de que tu precariedad es una elección. Si trabajas sin descanso es porque “tú lo decidiste”. Si no tienes seguro médico es porque “apostaste por ti mismo”. Si no tienes vacaciones es porque “amas lo que haces”. Y si todo sale mal, la culpa nunca será del sistema, ni de la concentración obscena de la riqueza, ni de la falta de una red de seguridad. La culpa será tuya, por no esforzarte lo suficiente, por no transmitir autenticidad en tu teatro, por no manifestar lo que deseas, por no levantarte a las cinco de la mañana a hacer journaling y meditar antes de ponerte a vender jabones artesanales por WhatsApp.

El obrero precarizado era un problema político: podía organizarse, podía protestar, podía exigir. El emprendedor precarizado, en cambio, se autoflagela con frases de Paulo Coelho y lo llama “aprender del fracaso”. Cada noche sin dormir es “inversión”. Cada abuso de un cliente es “retroalimentación”. Cada vez que quiere tirarlo todo por la ventana, lo etiqueta como “resiliencia”. La explotación dejó de ser un abuso: ahora es un camino espiritual.

El capitalismo encontró la fórmula perfecta: ya no necesitas reprimir al trabajador si logras que se explote solo. Y no solo se explota: se graba haciéndolo voluntariamente☺☺☺. Instagram y TikTok están llenos de estos mártires modernos que te enseñan cómo levantarte a las cuatro de la mañana para “ganarle al día”, mientras venden cursos de productividad que aprendieron en un hilo de Twitter. Una generación de coachs sin descanso ni ingresos, pero con una estrategia de marca personal impecable.

En Estados Unidos lo llaman hustle porn: la glorificación del insomnio, de trabajar hasta desmayarse, de no tener vida personal porque “los ganadores no descansan”. Y lo exportamos encantados, como si la clave del éxito fuera no dormir nunca más. Así, la ansiedad se volvió capital, y el colapso nervioso, una medalla de honor. Lo que antes era un síntoma de explotación, hoy se viste de épica: si no sufres, no avanzas.

Mientras tanto, el sistema aplaude desde la sombra. No tiene que pagar salarios ni aguinaldos. No tiene que garantizar jubilaciones ni seguridad social. Solo observa cómo millones de personas montan su propia cárcel y la llaman libertad. Y lo más perverso: no hay conflicto, porque el explotador y el explotado son la misma persona.

El discurso del emprendimiento funciona también porque se disfraza de religión moderna. Ya no se trata solo de vender productos o servicios: se trata de venderte a ti mismo como marca, de convertir tu vida en un sermón continuo de disciplina y abundancia. Los fracasos no son económicos, son espirituales: no vibraste alto, no visualizaste con claridad, no decretaste lo suficiente. Si todo se hunde, es porque no creíste en ti. Dios murió, pero lo reemplazó el algoritmo de Instagram, que decide si tu fe es suficiente para alcanzar la abundancia.

Por eso cada emprendimiento es también un ritual. Se empieza con la consigna de “seguir tu pasión”, se atraviesa el calvario del insomnio y se termina con la liturgia del “agradece por lo que tienes, aunque no tengas nada”. El resultado: un ejército de creyentes dispuestos a trabajar gratis en nombre de un futuro que nunca llega, convencidos de que la ansiedad es un sacramento y el fracaso, un maestro.

Lo que más asusta no es la ingenuidad de los emprendedores, sino la sofisticación del sistema. Porque detrás de cada historia de autoexplotación hay un Estado feliz de lavarse las manos. ¿Para qué garantizar "derechos laborales"si puedes convencer a la gente de que no los necesita? ¿Para qué preocuparte por sindicatos si todos creen que son empresarios de sí mismos? El neoliberalismo lo logró: disolvió al trabajador en una masa de “visionarios” aislados que jamás se organizarán porque compiten unos contra otros por el mismo mercado saturado.

El emprendedor moderno no es un futuro Steve Jobs: es un becario de sí mismo. Un empleado sin sueldo fijo, sin vacaciones, sin seguro. Vive en un eterno periodo de prueba, siempre a la espera de que llegue el ascenso que nunca llega. Y cuando no aguanta más, no reclama ni denuncia: se culpa. Porque la ideología le enseñó que la precariedad es una oportunidad, y que si no lo logró es porque no creyó lo suficiente en sí mismo.

Así funciona esta trampa perfecta. El trabajo ya no es trabajo: es un sueño™. El agotamiento ya no es un síntoma: es una virtud. La explotación ya no es violencia: es resiliencia. Y la pobreza ya no es un problema político: es un error personal.

Mañana, cuando veas a alguien en redes sociales celebrando que lleva tres días sin dormir para lanzar su startup, no lo envidies. Compadécelo. No está construyendo un futuro brillante. Está puliendo las cadenas de su propia cárcel, convencido de que son joyas.

Isabel Salas 

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