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domingo, 28 de septiembre de 2025

LOS RESCATES SÁDICOS

 Cuando todo vale para alimentar al algoritmo.

 

 El video siempre empieza igual: un perrito temblando en la cuneta, un gato con los ojos legañosos, un caballo famélico atado a un poste. Música triste de fondo, cámara lenta, subtítulos lacrimógenos. La audiencia prepara los pañuelos. Al minuto tres aparece el héroe: manos humanas que acarician, agua limpia en un cuenco, una manta tibia. El animal —antes un despojo— ahora recibe el milagro del rescate. Final feliz. Likes asegurados. Donaciones abiertas.

La escena se repite tanto que ya no parece real: parece televisión. Una coreografía emocional tan pulida que uno ya anticipa cuándo va a sonar el violín o cuándo aparecerá el zoom dramático al ojito enfermo. Y ahí está la trampa: el problema no es rescatar animales. Ojalá todos tuvieran esa segunda oportunidad. El problema es que el rescate se ha convertido en contenido de consumo, y como todo contenido que genera clics, puede fabricarse.

Sí: hay quien maltrata o abandona animales a propósito para luego grabar su “rescate”. No es compasión, es marketing. No es ternura, es monetización del sufrimiento. Y si aún te parece exagerado, pregúntate: ¿por qué tantos videos de rescate tienen mejor producción que tu documental de Netflix favorito?

El negocio está armado sobre un mecanismo simple: cuanto más dramática la escena inicial, más poderosa la narrativa de redención. Cuanto más huesos tenga el perro, más likes cosecha. Y cuanto más lágrimas arranque el video, más donaciones llegan a la cuenta PayPal del rescatista. Se produce entonces una paradoja macabra: el dolor animal se convierte en materia prima de un espectáculo rentable. No es ayuda, es storytelling.

Y no necesita villanos externos. El propio rescatista puede ser verdugo y salvador a la vez. Puede golpear primero y abrazar después, todo en el mismo set. O simplemente exagerar, montar escenas, fabricar tragedias. Porque la audiencia no quiere verdad: quiere una dosis diaria de compasión digerible. Quiere sentirse buena sin hacer nada. Ver el sufrimiento y, segundos después, el alivio. Un chute emocional de corta duración, que deja el alma limpia y el algoritmo satisfecho.

¿Y qué pasa con el animal? Poco importa. Si vive, bien. Si muere, aún mejor: se transforma en mártir perfecto para otro video, otra campaña, otra colecta. Porque lo esencial no es la vida del perro, sino la emoción que produce en la pantalla. El animal no es un ser sintiente: es un recurso narrativo.

La industria del rescate animal es la nueva pornografía de la compasión. Nos excita llorar, nos complace donar, nos sentimos mejores al compartir. Y mientras tanto, detrás de cada clic, alguien cuenta billetes. Porque rescatar de verdad cuesta caro: veterinarios, comida, espacio, seguimiento. Pero rescatar para las cámaras es rentable: basta una cámara HD, música de stock y un animal convenientemente maltratado. Lo demás lo hace el algoritmo.

Lo que vemos es una cadena de producción de ternura industrializada. Animales convertidos en atrezzo de un drama moral que tranquiliza conciencias mientras financia a sus productores. Un espectáculo perfectamente calibrado para que nadie se pregunte nada, para que todos lloren un poco, donen un poco, compartan mucho.

Y así, el acto ético del rescate se convierte en una farsa rentable con guion, edición y merchandising. El espectador, convertido en cómplice involuntario, se convierte en consumidor de sufrimiento maquillado de esperanza.Y el rescatista... muchos de estos rescatistas virales presentan lo que algunos profesionales identificarían como rasgos del complejo de Mesías: una necesidad patológica de ser visto como el único capaz de salvar, redimir, limpiar la suciedad del mundo. No rescatan al perro: se rescatan a sí mismos del anonimato, de la mediocridad, del silencio interior.

Este tipo de personalidad necesita víctimas para existir. Y si no hay una víctima real a mano, se construye una. Se exagera. Se ensucia. Se graba. Se edita. Porque el acto de rescatar no es solo una acción: es una performance que alimenta su identidad. Cuanto más sucio esté el animal, más brillante será la aureola del salvador.

A eso se suma la adictiva validación digital. Corazones, aplausos, “gracias por tu labor”, “eres un ángel”, “el mundo necesita más gente como tú”. El ego del salvador se infla con cada comentario. Pero, como todo adicto, necesita dosis crecientes. Ya no basta con rescatar un perro. Ahora tienen que ser cinco. O un burro desnutrido. O una cabra con sarna. O una historia tan desgarradora que haría llorar a un bloque de mármol.

¿Y si el animal no coopera con el guion? Mala suerte. Se le fuerza un poco. O se repite la escena. Porque este salvador necesita que el sufrimiento sea evidente, que el antes sea espantoso, para que el después parezca milagroso. Todo sea por el arco narrativo.

Y claro, también está el narcisismo blando, esa versión dulcificada del egoísmo que se disfraza de altruismo. No es “mírame cómo sufro”, sino “mírame cómo hago sufrir para que parezca que curo”. El foco no está en el animal: está en las manos que lo acarician, en la voz que lo calma, en el rostro que se humedece con lágrimas selectas. La compasión es decorado; el protagonista es él.

Lo más inquietante es que, en el fondo, el sufrimiento ajeno se vuelve necesario para sostener su identidad. Sin dolor, no hay redención. Sin víctima, no hay héroe. Y sin cámara, no hay nada.

La ternura, como todo lo demás en internet, se volvió contenido. Y el contenido, como todo lo rentable, se repite hasta vaciarse. La próxima vez que veas un rescate viral recuerda que tal vez no estés viendo un acto de amor, sino la escena final de una crueldad injustificable.

Isabel Salas

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