Siempre es cómodo tener un chivo expiatorio al alcance.
La culpa, desde que Eva le ofreció la manzana a Adán, siempre encuentra a la mujer, y si la mujer es madre, mejor. Siempre le encajará la culpa como el zapato de baile a Cenicienta. No importa cuál sea el crimen, el desajuste o la carencia: si hay un hijo machista, una hija sometida, un psicópata, un niño haciendo bulling o una sociedad desigual, alguien señalará el vientre del que salió todo. Porque si el patriarcado tiene un talento sobresaliente, entre sus tantas habilidades, es el de convertir a sus víctimas en sospechosas. Y no hay figura más fácil de culpar que la madre. Esa madre que compra minifaldas con que violan a su hija por usar esa prenda tan provocativa, obligando así a que unos hombres, criados como animales por sus respectivas madres, no puedan resistir la tentación y tengan que violar a la mujer que no supo vestirse mejor, menos violable.
Hay una trampa antigua que se activa cada vez que se analiza el comportamiento de un hombre violento, misógino o machista: la culpa no va a su libertad ni a su responsabilidad como adulto funcional. Va directo a su crianza. Y de ahí, por un atajo cultural muy eficiente, a su madre. No al padre (ausente o no) ni al contexto social, ni a la estructura de poder que lo educó como heredero del mundo. No. A la yugular de la madre. Porque, al parecer, parir te convierte también en guionista, directora y responsable moral de la trayectoria vital completa de tus hijos.
¿Y si señalamos que esa madre, a su vez, es fruto de un entorno machista? ¿Y si ella también fue criada dentro de un sistema que leña enseñó a obedecer, a callar, a complacer y a educar dentro de los patrones patriarcales? ¿Y si la madre funcionó, al igual que muchas mujeres y hombres, como una pieza bien engrasada de una maquinaria que no construyó? ¿Qué clase de justicia, social y penal, es esa que culpa a una oprimida por no rebelarse contra todo mientras criaba hijos, lavaba platos, sufría violencia o simplemente intentaba sobrevivir?
Nadie se atreve a culpar al sistema, al ministro de Interior, al modelo económico, a la Iglesia, a la UNESCO, a los medios de comunicación, a la ONU, a los héroes de la cultura popular o a los cantantes babosos que pronuncian letras soeces con la boca llena de mermelada. No. Se señala a la madre y se espera de ella que haya sido una revolucionaria solitaria en su casa de 60 metros cuadrados, criando hijas e hijos fuera de las estructuras violentas del patriarcado como si ella no hubiera estado tan domesticada como los niños a quienes criaba.
Hay millones de madres que reproducen el machismo, claro que sí. Igual que padres, escuelas, series de televisión, políticos, sacerdotes y abuelas. El patriarcado no distingue género cuando se trata de replicar su código. Utiliza a quien tenga disponible. Y muchas veces las madres son su instrumento más fiel porque son las más disciplinadas, las más controladas, las más domesticadas. La obediencia fue su lengua materna.
Y sin embargo, cuando una mujer logra romper con eso, cuando se atreve a criar de otro modo, a cuestionar los mandatos, a ofrecer a sus hijas e hijos una mirada distinta, rara vez se reconoce. Rara vez se aplaude. Porque a la madre se le exige todo, pero se le concede poco.
Por si no te has dado cuenta, culpar a la madre por los machistas es otra forma de machismo. Es patriarcado reciclado en forma de crítica progresista. Es seguir culpando a las mujeres por los errores del mundo, incluso cuando esos errores las aplastan también a ellas. Principalmente a ellas. A las madres. Esas que se quedan años y años aguantando golpes y otros malos tratos porque son amenazadas, por sus propios verdugos, con dejar de ver a sus hijos si abren la boca y cuentan el infierno en el que viven o los denuncian.
Y hacen bien, porque muchas los pierden cuando denuncian y esto es uno de los matices más perversos del sistema. Las propias mujeres, en procesos judiciales de custodia o cuando piden protección, caen en esa trampa. Y para rizar el rizo, a veces, cuando llegan al juzgado pidiendo protección para ellas y sus hijos y constatan que la jueza es mujer, se sorprenden con otra vuelta de tuerca. Creen que, al fin, alguien comprenderá el riesgo real en el que están, que alguien escuchará el relato de violencia con la debida sensibilidad. Pero sucede lo contrario: la jueza resulta aún más dura, más patriarcal, más ciega al daño, que muchos jueces. Se ensañan más si cabe y las madres aprenden que llevar falda debajo de la toga no garantiza justicia. Porque macho o hembra, quien trabaja para el sistema, trabaja para perpetuarlo. Y este sistema en el que vivimos sigue siendo patriarcal por culpa (evidentemente) de las madres de las juezas entre otras. No lo duden.
Sin embargo, no olvidemos que la responsabilidad individual existe, o debería existir. Y el cambio colectivo también estaría muy bien. Pero ni una sola de esas cosas va a suceder si seguimos dejando la factura del patriarcado siempre en el mismo buzón. Dejen de culpar a la madre y empiecen, de una vez, a mirar el resto del cuadro.
Y recuerden el dicho, "un muerto se lleva mejor entre varios" y este muerto ya está necesitando una tumbita. A ver si entre todos lo podemos enterrar.
Isabel Salas