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jueves, 1 de mayo de 2025

EVA Y LA CULPA

Siempre es cómodo tener un chivo expiatorio al alcance.

 

La culpa, desde que Eva  le ofreció la manzana a Adán, siempre encuentra a la mujer, y si la mujer es madre, mejor. Siempre le encajará la culpa como el zapato de baile a Cenicienta. No importa cuál sea el crimen, el desajuste o la carencia: si hay un hijo machista, una hija sometida, un psicópata, un niño haciendo bulling o una sociedad desigual, alguien señalará el vientre del que salió todo. Porque si el patriarcado tiene un talento sobresaliente, entre sus tantas habilidades, es el de convertir a sus víctimas en sospechosas. Y no hay figura más fácil de culpar que la madre. Esa madre que compra minifaldas con que violan a su hija por usar esa prenda tan provocativa, obligando así a que  unos hombres, criados como animales por sus respectivas madres, no puedan resistir la tentación y tengan que violar a la mujer que no supo vestirse mejor, menos violable.

Hay una trampa antigua que se activa cada vez que se analiza el comportamiento de un hombre violento, misógino o machista: la culpa no va a su libertad ni a su responsabilidad como adulto funcional. Va directo a su crianza. Y de ahí, por un atajo cultural muy eficiente, a su madre. No al padre (ausente o no) ni al contexto social, ni a la estructura de poder que lo educó como heredero del mundo. No. A la yugular de la madre. Porque, al parecer, parir te convierte también en guionista, directora y responsable moral de la trayectoria vital completa de tus hijos.

¿Y si señalamos que esa madre, a su vez,  es fruto de un entorno  machista? ¿Y si ella también fue criada dentro de un sistema que leña enseñó a obedecer, a callar, a complacer y a educar dentro de los patrones patriarcales? ¿Y si la madre funcionó, al igual que muchas mujeres y hombres, como una pieza bien engrasada de una maquinaria que no construyó? ¿Qué clase de justicia, social y penal, es esa que culpa a una oprimida por no rebelarse contra todo mientras criaba hijos, lavaba platos, sufría violencia o simplemente intentaba sobrevivir?

Nadie se atreve a culpar al sistema, al ministro de Interior, al modelo económico, a la Iglesia, a la UNESCO, a los medios de comunicación, a la ONU,  a los héroes de la cultura popular o a los cantantes babosos que pronuncian letras soeces con la boca llena de mermelada. No. Se señala a la madre y se espera de ella que haya sido una revolucionaria solitaria en su casa de 60 metros cuadrados, criando hijas e hijos fuera de las estructuras violentas del patriarcado  como si ella no hubiera estado tan domesticada como los niños a quienes criaba.

Hay millones de madres que reproducen el machismo, claro que sí. Igual que padres, escuelas, series de televisión, políticos, sacerdotes y abuelas. El patriarcado no distingue género cuando se trata de replicar su código. Utiliza a quien tenga disponible. Y muchas veces las madres son su instrumento más fiel porque son las más disciplinadas, las más controladas, las más domesticadas. La obediencia fue su lengua materna.

Y sin embargo, cuando una mujer logra romper con eso, cuando se atreve a criar de otro modo, a cuestionar los mandatos, a ofrecer a sus hijas e hijos una mirada distinta, rara vez se reconoce. Rara vez se aplaude. Porque a la madre se le exige todo, pero se le concede poco.

Por si no te has dado cuenta, culpar a la madre por los machistas es otra forma de machismo. Es patriarcado reciclado en forma de crítica progresista. Es seguir culpando a las mujeres por los errores del mundo, incluso cuando esos errores las aplastan también a ellas. Principalmente a ellas. A las madres. Esas que se quedan años y años aguantando golpes y otros malos tratos porque son amenazadas, por sus propios verdugos, con dejar de ver a sus hijos si abren la boca y cuentan el infierno en el que viven o los denuncian.

Y hacen bien, porque muchas los pierden cuando denuncian  y esto es uno de los matices más perversos del sistema. Las propias mujeres, en procesos judiciales de custodia o cuando piden protección, caen en esa trampa. Y para rizar el rizo, a veces, cuando llegan al juzgado pidiendo protección para ellas y sus hijos y constatan que la jueza es mujer, se sorprenden con otra vuelta de tuerca. Creen que, al fin, alguien comprenderá el riesgo real en el que están, que alguien escuchará el relato de violencia con la debida sensibilidad. Pero sucede lo contrario: la jueza resulta aún más dura, más patriarcal, más ciega al daño, que muchos jueces. Se ensañan más si cabe y las madres aprenden que llevar falda debajo de la toga no garantiza justicia. Porque macho o hembra, quien trabaja para el sistema, trabaja para perpetuarlo. Y este sistema en el que vivimos sigue siendo patriarcal por culpa (evidentemente) de las madres de las juezas entre otras. No lo duden. 

Sin embargo, no olvidemos que la responsabilidad individual existe, o debería existir. Y el cambio colectivo también estaría muy bien. Pero ni una sola de esas cosas va a suceder si seguimos dejando la factura del patriarcado siempre en el mismo buzón. Dejen de culpar a la madre y  empiecen, de una vez, a mirar el resto del cuadro.

Y recuerden el dicho, "un muerto se lleva mejor entre varios" y este muerto ya está necesitando una tumbita. A ver si entre todos lo podemos enterrar.

 

Isabel Salas


domingo, 27 de octubre de 2024

¿QUIÉN MATA MÁS? LA PREGUNTA EQUIVOCADA

Violencia, sexo y falacias: por qué el aborto no es comparable al asesinato.

 


Cuando se ponen sobre la mesa los datos concretos de homicidios anuales y se evidencia que, de cada 100 asesinatos, más de 90 son cometidos por varones, no tarda en activarse la reacción de los sectores machistas. Una de sus respuestas típicas consiste en apelar a una falsa equivalencia: incluir el aborto en las estadísticas de homicidios con el objetivo de desviar la atención. De ese modo, frente a los aproximadamente 380.000 asesinatos que cada año cometen algunos hombres en todo el mundo, colocan los millones de abortos legales e ilegales como si fueran homicidios cometidos por mujeres. La maniobra es clara: trasladar a las mujeres la carga de una supuesta violencia mayor para afirmar que, en realidad, ellas matan más que los hombres. Una falacia retórica envuelta en cinismo moral.

Vamos a desmontar esa falacia y a mostrar, con datos y razonamiento, por qué cada interrupción voluntaria del embarazo involucra a múltiples actores —médicos, legisladores, instituciones sanitarias, marcos legales— y no puede reducirse a una acción individual atribuible exclusivamente a la mujer que decide interrumpir su gestación.

La falacia de falsa equivalencia consiste en presentar como comparables dos hechos, conceptos o situaciones que difieren en aspectos fundamentales. Se fuerza una apariencia de equivalencia para descalificar un argumento contrario o inflar la validez del propio, aunque la comparación no se sostenga ni desde lo lógico ni desde lo empírico.

Pongamos un ejemplo simple: "No reciclar latas es tan dañino como verter residuos tóxicos en un río". Ambas acciones afectan al medio ambiente, pero su impacto es distinto. Esta comparación omite el contexto, selecciona atributos de forma sesgada y generaliza indebidamente. Se igualan cosas que no se parecen, se omiten variables clave, y se manipula la percepción pública.

Aplicado al aborto, la falacia es evidente. Ni el marco jurídico ni los actores involucrados son comparables entre los abortos y los homicidios, salvo en un punto: se produce una muerte. Pero esa coincidencia no basta para equiparar ambos casos. La comparación se desmorona en cuanto se contextualiza.

Controlar el embarazo ha sido una herramienta de poder patriarcal. Quien controla la natalidad, controla el mundo. Y controlar la natalidad pasa por controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían (si se les permite).

Señalar a la mujer que aborta como única culpable es una simplificación tramposa que omite la red de corresponsabilidad social, médica, legal y económica que rodea esa decisión. El aborto no es un acto unilateral. Es una decisión condicionada por factores múltiples.

A esto se suman padres, madres, amistades, entornos laborales, edad, salud mental y física, situación económica, nivel educativo. Y también estructuras institucionales: parlamentos, gobiernos, protocolos sanitarios, objeción de conciencia, servicios sociales, jueces. La mujer nunca actúa en soledad. Su voluntad se expresa dentro de un marco colectivo.

Reducir todo eso al titular “las mujeres matan más que los hombres” es una mentira disfrazada de argumento moral.

Resulta absurdo que un hombre que nunca asumirá las consecuencias físicas ni sociales de un embarazo no deseado, ni la carga real de una crianza en soledad, se postule como juez del útero ajeno. Algunos incluso presumen de no haber usado condón o de nunca haber echado a una pareja embarazada, mientras defienden "valores pro-vida" desde la comodidad de un micrófono.

La paradoja es esta: existe un interés histórico en impedir el control pleno de las mujeres sobre su fertilidad. Porque quien controla la natalidad, controla la vida. Y eso incluye controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían.

Los llamados "pro-vida" son, en realidad, defensores del parto obligatorio. Su discurso se detiene en el nacimiento, pero no asume responsabilidades sobre la crianza ni las redes de apoyo. A la vez, quienes promueven los vientres de alquiler o la adopción masiva también dependen de mujeres dispuestas o forzadas a entregar a sus hijos. En ambos casos, los niños son tratados como objetos.

La alternativa emancipadora es la libertad plena de maternidad: que cada mujer decida cuándo y cómo ser madre, sin coacción religiosa, política o económica, y con respaldo real. Solo cuando los hijos son deseados, el patriarcado empieza a temblar.

Durante la gestación, madre e hijo construyen un vínculo único. Al nacer, el contacto piel con piel regula funciones vitales y fortalece el apego. Romper ese proceso no es neutro. Es traumático, y moviliza estructuras legales, sanitarias y afectivas.

En vez de condenar a las mujeres que abortan,  deberíamos empeñarnos en destruir las condiciones que las empujan a esa disyuntiva. Solo así podrá tener sentido el lema "nosotras decidimos". Solo así la maternidad será una elección libre y sostenida por una estructura social justa.

Incluso si alguien defendiera la comparación aborto-homicidio con argumentos lógicamente consistentes, el desenlace moral no sería indiferente. Cuando ambas posturas son racionales, el criterio definitorio es la moral.

La postura moralmente superior es la que: Respeta la dignidad de las mujeres, reconoce la complejidad social del aborto, protege a los vulnerables sin imponer culpa y sostiene coherencia entre fines y medios.

En un escenario donde la lógica permite defender ambas posiciones, vence quien ofrece un marco más justo, humano y respetuoso con la vida real.

Y no olvidemos esto: para abortar, hace falta toda una red de actores, instituciones y contextos. Para continuar un embarazo, basta que una mujer quiera hacerlo. Ahí empieza todo. Y ahí debería estar nuestro respeto.

isabel Salas


OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...