No todo cierre es una clausura, algunos son el inicio del futuro.
No todas las historias necesitan redención. Algunas pueden consumirse en paz y descansar en su camita de cenizas. Esforcémonos en no esforzarnos tanto y siempre. Recordemos este sencillo dogma tan chiquito y con esa carita que recuerda a su padre cuando era chico. Dejemos de ser más papistas que el papa y aprendamos como él a hacernos los muertos cuando interese.
No siempre hay algo que quiera volver (ni que tan siquiera merezca volver) aunque quisiéramos invocarlo con el más sagrado aquelarre.
No todos los pollos asados se llaman Fénix, algunos se llaman con nombres más latinos y podemos ponerles su lápida de descanso eterno y decirles Amén como si le dijéramos cállate y no respires ni hagas ruido, quédate difunto y quieto como los espermatozoides vacunados.
Hay dolores que se quedan doliendo sin necesidad de que venga un arrebatado a convertirlos en canción de esperanza y no es falta de dignidad, es cansancio. Es el placer de la putrefacción que respira cuando no la obligan a revivir y se da a sí misma el derecho de descansar como restos reposantes sin presión.
Y
esa decisión de no esforzarse es, en definitiva, la aceptación del
cierre inaugural. El cierre del útero que niega la luz. Que se
atrinchera y le saca el papelito a un caramelo haciendo mucho ruido pero
sin intención de compartir. No porque no pueda repartir luz o
golosinas, sino porque no quiere dar nada más y el ruido del celofán es
música azul que huele a mandarina ácida.
Isabel Salas
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