Análisis crítico del concepto de violencia vicaria y su aplicación institucional, cuestionando su impacto en los derechos del menor y la justicia familiar.
En los últimos años ha tomado fuerza el término "violencia vicaria", como otra nueva forma (descubierta) de violencia de género. Este invento es definido por sus entusiastas, como aquella violencia contra la madre que se ejerce sobre las hijas e hijos con la intención de dañarla por interpósita persona. Es decir, el padre u otro hombre usa los hijos de una mujer como instrumento para dañar a esa madre. Como si los niños fueran martillos que ni sienten ni padecen.
La incorporación de este concepto en los discursos feministas e institucionales ha sido sospechosamente rápida y estratégica, presentándola como una “nueva forma” de violencia machista, recientemente detectada y bautizada, que debe ser visibilizada, perseguida y castigada.
Sin embargo, esta categorización encierra un problema grave. Para empezar, es fundamental distinguir entre la violencia que ocurre fuera del ámbito judicial —en la intimidad de los hogares o en la calle, entre particulares— y la que se comete dentro de los juzgados, amparada o ejecutada por las instituciones del Estado. La primera, si bien dolorosa y muchas veces brutal, pertenece al plano privado; puede ser cometida, en principio, por cualquiera de los progenitores, aunque por razones muy diferentes, y debe ser atendida con rigor. La segunda, en cambio, es responsabilidad directa del poder judicial, que con sus decisiones puede agravar, perpetuar o incluso generar una nueva forma de sufrimiento, tanto para el niño como para el adulto, que en su nombre, denuncia los hechos relatados por el niño. Recordemos que los niños no pueden denunciar solos y siempre será un adulto quien denuncie lo que ellos previamente le han contado.
Ese adulto suele ser su madre, pero teóricamente podría ser su padre, su abuela, una profesora, un médico, un vecino o cualquier persona que escuche al niño y decida no mirar hacia otro lado. El hecho de que sean mayoritariamente las madres es parte del escenario que debemos escudriñar y lo haremos periódicamente en este mismo blog.
Sin embargo, en muchos de los casos presentados en artículos y denuncias colectivas como ejemplos de pretendida violencia vicaria, el daño que experimenta el menor no lo causa directamente su padre, sino el juez que dicta sentencias sin tener en cuenta su relato, su edad, su etapa de desarrollo o su necesidad de protección. Cuando las instituciones se convierten en las ejecutoras de esa violencia, estamos hablando de algo muy profundo y estructural: violencia institucional.
Existen decisiones judiciales que desoyen, minimizan o niegan el relato del menor, y que priorizan la "autoridad paterna" por encima de su bienestar emocional, físico y psicológico. ¿De verdad estamos ante una nueva forma de violencia, o simplemente estamos maquillando con un nombre más políticamente funcional la violencia institucional?
A veces, esas medidas implican retirar la custodia a la madre. Otras veces, más insidiosamente, se imponen visitas obligatorias con el padre, aun cuando el niño ha expresado con claridad que no quiere verlo, que tiene miedo, o que no se siente seguro. En muchos de estos casos, la madre es amenazada con perder la custodia si no fuerza al niño a cumplir con esas visitas, aun en contra de su voluntad y su bienestar emocional.
¿De qué estamos hablando entonces? ¿De un padre ejerciendo violencia contra la madre a través del hijo? ¿De un juez que condena a un niño a pasar las vacaciones y los fines de semana con alguien violento o alcohólico? ¿O de un juez obligando a una madre a traicionar a su hijo, bajo amenaza de castigo judicial si no convence al niño de que acuda a las visitas sonriente y recién peinado?
En estos escenarios, la figura del agresor se traslada, inevitablemente, del padre al aparato judicial. Es el juez quien impone la custodia compartida, es el juez que fija las visitas y es el juez quien amenaza con multas y con inversión de guarda si no se obedecen sus sentencia.
Son los jueces los que imponen custodias compartidas de bebés lactantes y valdría recordar aquí lo que dice el sabio refrán de que contra el vicio de pedir, está la virtud de no dar. Cualquiera que desee la custodia compartida de un bebé lactante, lo último que desea es el bien de esa criatura. Correspondería al juez contestar que no procede, pero no, amparado en la actual doctrina de moda en los juzgados la mal llamada "doctrina del bien superior del menor" el juez puede imponer una custodia compartida que es una tortura para el recién nacido y por supuesto para su madre.
Es en los juzgados donde el juez desoye el relato de un niño que denuncia abuso. Es el juez quien amenaza a la madre si no obliga al niño a ver a su agresor.Es el juez quien aplica (junto a su equipo técnico) una tortura judicial ampliamente implementada que se llama "la terapia de la amenaza" . Quien no lo crea puede buscarlo por ese mismo nombre.
El daño que estamos relatando no se produce en lo privado: se ejecuta desde lo institucional. Entonces, ¿de dónde nace esta intención tan torcida como clara de inculpar al padre y exculpar a los jueces y peritos por todo este horror?
Hagamos como los detectives de las películas y preguntémonos, ¿quiénes se benefician de dividir y subdividir la violencia como si fueran hallazgos y descubrimientos? ¿Por qué se necesitan constantemente nuevos nombres, nuevas etiquetas, nuevas categorías, en lugar de reconocer que lo que hay es una misma estructura de impunidad operando con distintos rostros?
La invención (y no descubrimiento) del concepto violencia vicaria no es un caso aislado, últimamente se han inventado muchos neologismos que tratan de redefinir la realidad desde nuevas miradas, supuestamente capacitadas para hacerlo y han nacido así nuevas fobias y filias, nuevas definiciones de lo que es una mujer o nuevos odios pretendidamente detectables y factibles de der juzgados. A veces parece que los pecados han sido añadidos al código penal y al código civil sin que nos hayamos percatado.
Uno de esos inventos es el de “alienación parental” que al igual que la "violencia vicaria" parece más una estrategia de marketing ideológico que una herramienta real de protección. Ambos términos se disputan protagonismo en artículos y en juzgados, y los dos hacen que se aleje el foco de lo único que importa: lo que el niño ha contado y lo que el niño ha sufrido.
Si partimos de la lógica que sustenta la violencia vicaria —es decir, que un padre puede usar a sus hijos para herir a la madre—, entonces también deberíamos aceptar como válida la idea de que una madre podría usar a sus hijos para herir al padre. Eso es, precisamente, lo que plantea el concepto de alienación parental.
Ambas nociones (violencia vicaria y alienación parental) se encuentran en el debate público, y ambas comparten una raíz profundamente perversa: las dos asumen que los niños no dicen la verdad, que son fácilmente manipulables, y que lo que relatan no debe ser tomado en serio, sino interpretado como una herramienta de guerra entre adultos.
Así, cuando un niño dice que su padre lo maltrata, y su madre denuncia, se la acusa a ella, sea directamente por el padre, por su abogado o por los peritos forenses y el juez, de ser alienadora. Y cuando el niño termina siendo arrancado de los brazos de su madre por orden judicial, y se lo obliga a vivir con su padre, se dice que eso es violencia vicaria, que el padre lo hace para castigarla a ella, sin tener en cuenta que quien da la orden de invertir la guarda o concederla de forma unilateral al progenitor es el juez.
Por
decirlo en palabras sencillas, las madres malas usan la alienación
parental para herir a los padres buenos, y los padres malos usan la
violencia vicaria para herir a las madres buenas.
¿Pero dónde está la verdad del niño? ¿Dónde están su voz, su miedo, sus deseos y la experiencia que relata como vivida? Lo terrible es que en ambos discursos —el de la alienación y el de la vicaria— el niño es solo un objeto de disputa, no un sujeto de derecho. La lucha no es por él, sino a través de él. El lenguaje cambia, pero el desamparo permanece.
Al
final, mientras se disputan narrativas, teorías y neologismos, lo
esencial se pierde y lo que se pierde es el niño. En lugar de seguir
inventando etiquetas, conceptos y categorías que nos alejan del centro
del problema, tal vez ha llegado la hora de hablar con claridad.
Lo que muchos llaman “violencia vicaria” no es más que una forma encubierta de violencia institucional. Y lo que otros llaman “alienación parental” no es más que un instrumento para silenciar a quien denuncia lo que no se quiere oír, es decir, tortura institucional.
Ambas narrativas son útiles para distintos sectores ideológicos, jurídicos y académicos y han servido para ocultar el verdadero conflicto: un sistema judicial que desoye a los niños, castiga a quienes los defienden y protege a quienes deberían ser investigados con más rigor. Y que ante la falta de pruebas jamás encarcela a alguien, pero tampoco obliga a quienes los acusan de convivir con ellos.
En el actual sistema se prefiere acusar a una madre de alienadora antes que respetar lo que su hijo ha relatado y por supuesto se escoge hablar de violencia vicaria antes que admitir que se han separado niños de sus figuras de apego sin motivos coherentes. Es, en fin, un sistema que crea ficciones para no asumir su responsabilidad y que mantiene sin que se le mueva un pelo que un agresor de mujeres, sea un practicante de violencia verbal o hasta un golpeador, puede ser un buen padre.
No es necesario detectar nuevas formas de violencia. Lo que hace falta es reconocer que hay una gran violencia soterrada que muta, se disfraza, y se perpetúa cuando las instituciones fallan: la violencia institucional.
Y mientras todo esto ocurre en los papeles, en los juzgados, en los discursos políticos o en las publicaciones científicas o periodísticas, hay un niño que sigue esperando que alguien lo respete y respete sus deseos. Con pruebas o sin pruebas del abuso que dice haber sufrido, tiene deseos y temores y eso hay que respetarlo. Él no es un detective que debe aportar pruebas, es un niño con miedo.
Los niños no se escuchan, eso es una castaña hueca, los niños y las niñas se respetan. La carne molida es para las hamburguesas.
Isabel Salas