Habla como coach, escribe como GPT y repite como loro: el nuevo gurú digital.
Tengo la impresión de que las personas que antes vendían batidos para adelgazar —y te convencían de que adelgazar no era suficiente, que debías aprovechar la suerte de estar gorda para montar un negocio y venderle a tus amigos la belleza y la salud que ibas a derrochar en pocas semanas— han evolucionado.
Como los Pokémon, o como las versiones del navegador, han hecho un punto cero en sus estrategias comerciales y ahora venden “estrategias de contenido” como si vendieran espuma del mar. El producto ha cambiado, pero el vacío sigue siendo el mismo. Antes era un kit adelgazador, ahora es coaching. Gente enseñando a otros cómo mejorar su vida, cómo aliviar sus traumas, cómo superar sus miedos y cómo —además— enseñar a otros cómo enseñar... a otros.
Porque mejorar tus complejos o tus neurosis no es suficiente, igual que adelgazar tampoco lo era. El negocio no es el resultado, es ser parte de la cadena. Una piedra más de la pirámide. Un delirio de Matrioshkas huecas con un PowerPoint en cada capa.
Lo perturbador no es que repitan frases recicladas. Es que se presentan como creadores de algo que no han creado, y encima cobran por enseñar cómo se hace. Una especie de estafa piramidal de supuesta creatividad. Un club de gente que se cita entre sí, que se retroalimenta sin digerir nada. Mucho de ese pretendido contenido no nace de una vivencia ni de una idea propia. Nace de una necesidad de figurar. De estar. De no desaparecer del feed.
Y en medio de este panorama surrealista, entra la inteligencia artificial. Nuestra nueva amiga imprescindible. Esa que lo mismo nos ofrece quinientos nombres de gatos para que le adjudiquemos uno a nuestra nueva mascota que nos genera un texto, un concepto, una estructura., una frase con el gancho del Capitań Garfio que sirva para entretener a ese ejercito de Peter Panes.
Alguien lo copia, lo adorna un poco, lo sube a su red, se autodenomina “creador”. Y acto seguido monta un curso de “cómo crear contenido auténtico que conecta”. Le pone música lo-fi, hace un carrusel ( sin caballitos) y empieza a facturar (o no). Miles de muñecos manejados por el gran ventrílocuo. Y ni siquiera veo desde aquí si se dan cuenta de que tienen la mano metida hasta el fondo.
¿Dónde quedó la idea de tener (realmente) algo que decir antes de abrir la boca? ¿En qué momento se volvió aceptable enseñar sin haber aprendido, guiar sin haber caminado, compartir sin haber creado? El mundo está lleno de bocas prestadas repitiendo cosas ajenas con voz propia. El algoritmo misterioso que decide qué es (y que no) merecedor de ser ensalzado, premia unos perfiles e ignora otros. El eco vale más que el origen. Da igual si lo que dices es tuyo, lo importante es que lo digas con naturalidad y convicción mirando el agujerito de la camara con aire profesional.
Aunque lo haya escrito una IA. Aunque no entiendas lo que estás repitiendo. Aunque cobres por enseñarlo. Aunque seas un pobre fingiendo ser rico o un desempleado pretendiendo ser un existoso creador.
No me parece que sea creación, más bien es una esperpéntica coreografía. Me recuerda aquellos noticieros de la pandemia donde los presentadores leían los mismos comunicados simultáneamente en perfecta armonía. Es maquillaje, una cadena de montaje donde lo único auténtico es la ansiedad por no quedarse fuera y conseguir tu pedacito de pastel. Y lo peor es que a algunos, obviamente les funciona. Funciona porque el humo vende y alguna gente compra aire con plantilla y se siente realizada.
Y así estamos: atrapados en un sistema donde el ruido se confunde con presencia, y la autenticidad se subcontrata. Nos dicen que no importa el ruido, que si eres autentico, tu voz se terminará escuchando.
Tal vez sea verdad, o tal vez no.
La vida no es un algoritmo, es caprichosa, y a veces, la carga el diablo.
Isabel Salas