domingo, 2 de febrero de 2025

SILENCIO HORMONAL


 


La menopausia no necesita una elegía ni una tarjeta de condolencias: tal y como la estoy viviendo, es una reconfiguración espontánea que estoy disfrutando mucho. El cuerpo (por fin) deja de estar dirigido por alarmas, por calendarios y, sobre todo, por urgencias hormonales. No me parece una pérdida ni una conquista: simplemente, la consecuencia de seguir viva a una determinada edad. Y eso, por sí solo, ya es una gran noticia.

Sin tener que renovarse ni prepararse para la posible llegada de un óvulo fecundado, el útero entra en periodo de vacaciones. Por fin puede enfocarse en nosotras y en nuestra gran amistad. El día concreto de su último espectáculo llegó como otro cualquiera. No hubo fuegos artificiales ni aplausos. Aunque, si yo hubiera notado que era mi última regla, en verdad lo habría aplaudido en pie y le habría mandado unas flores.

La regla no se va como un novio despechado. Se va como una circunstancial compañera de piso que estuvo en nuestra vida, pero que por fin encuentra trabajo en otra ciudad. Deja una estantería vacía y algunas prendas olvidadas, pero te alegras por ella. Sabes que no la vas a echar de menos. Puede que algo de su rutina se quede un rato, hasta que un día ya no piensas en ella. Es un alivio vivir sola. Y te alegras.

El mundo, por su parte, continuó su curso, impasible, haciendo scroll como si no hubiera un mañana. Permaneció atento a sus asuntos. Sin embargo, en mi cuerpo algo estaba cambiando. Y tras unos días de adaptación y autoanálisis comprendí lo que era: se había instalado en mí un silencio nuevo, magnífico e intenso.

Lo abracé, le di la bienvenida, lo bauticé como silencio hormonal y me dispuse a disfrutarlo.

No era el silencio solemne de las catedrales, ni el de las aulas vacías en vacaciones. Era —y es— un silencio técnico. Preciso. Precioso. Un silencio que me deja hacer. No hay nada que esté intentando pasar. Nada que se esté preparando para nada. No es un fallo técnico. Es serenidad, quietud, sosiego. En una palabra: paz.

El cuerpo ha bajado el volumen. Ya no existe la maquinaria empujando óvulos, ni la urgencia de estar disponible, receptiva, deseable o en forma. El sexo ya no es una cita con el fuego hormonal. Es un postre. Que unos días apetece y otros no.

El silencio hormonal limpia nuestra agenda en muchos sentidos. Ya no hay que marcar los días fértiles ni detectar signos de ovulación. No hay sobresaltos ni pruebas de embarazo. No hay esperas desesperadas ni oraciones llenas de promesas al dios de los condones defectuosos.

Es verdad que la piel cambia, y el pelo también. Nunca más tienes el pelo graso, y el desierto de Atacama es un mundo submarino comparado con la piel de las pantorrillas. Se descubren nuevas cremas y el apasionante mundo de los colágenos. Me gustan unos que parecen gominolas, pero el que mejor me sienta es uno en polvo soluble. Si alguien quiere saber el nombre, que me lo pida. Me está devolviendo paulatinamente cierta entidad a las uñas y volumen al pelo, con su agradable sabor a naranja.

Es curioso cómo el mundo sigue queriendo que rejuvenezcas, que sustituyas hormonas, que compres cosas para volver a ser fértil, o parecerlo. Pero esas balas no me han entrado. No cambio este silencio por nada. Una cosa es cuidar el cabello, y otra muy distinta es volver a llenarme de ruido.

Mi nuevo silencio amado no suena a vacío. Suena a casa en orden. A ese baño que acabas de limpiar y que, antes de cerrar la puerta, vuelves a mirar. Giras astuta y lentamente para admirar ese derroche de azulejos impecables y toallas bien dobladas que sabes que son obra tuya. Sonríes al  fijarte en cada detalle y asientes interiormente, como si el universo ya pudiera dejar de respirar, sencillamente porque el baño está listo y el deber cumplido.

Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu saborean la calma de no estar funcionando para otros. Y nuestra casa nos acompaña. Ella ya estaba más callada desde que los hijos se fueron. Pero ahora nuestros silencios se acompañan, se entrelazan y cantan juntos.

Sin prisa por primera vez en años, me doy permiso para no ser tan productiva. Paseo por mi reino. Abrazo esta aspereza real y valiente que florece en el nuevo hábitat en que me estoy convirtiendo.

Me bendigo y me miro al espejo como cuando era adolescente. Mucho más arrugada, sin duda, pero también mucho más sabia y satisfecha.

Más plena, más vieja, más vivida y más viva.

Isabel Salas

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