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jueves, 15 de mayo de 2025

AGUSTÍN LAJE Y SUS TRAMPAS DISCURSIVAS

Cuando el discurso se disfraza de lógica, es la falacia la que manda.


Agustín Laje, politólogo argentino conocido por su estilo combativo y por su crítica persistente al progresismo cultural y político, ha construido una imagen de defensor de la lógica, la verdad biológica y el pensamiento racional frente a lo que él describe como el caos ideológico de la izquierda moderna. Y además, lo ha hecho muy bien. Sin duda es muy astuto e inteligente.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo en algunos asuntos, me he entretenido en diseccionar su discurso tratando de ser objetiva y respetuosa con el hombre aunque me he tomado la libertad de analizar al personaje.

Parte de su estrategia retórica consiste en denunciar —con frecuencia burlona— las supuestas falacias lógicas que cometen sus oponentes, presentándose a sí mismo como un adalid del pensamiento claro frente al “delirio ideológico” del feminismo, el transactivismo o el marxismo cultural. Sin embargo, tras una revisión atenta y rigurosa de su discurso se revela una paradoja interesante:  Laje utiliza de forma sistemática muchas de las mismas falacias que denuncia, combinándolas con tergiversaciones deliberadas y manipulaciones retóricas para reforzar su posición.

Analizar críticamente su discurso me ha ayudado a estudiar y a profundizar en mis propias posturas y ha sido además bastante divertido. Mi conclusión es que no se trata de errores ocasionales que Agustín comete ni de fallos esporádicos en medio de un debate encendido. Al contrario, se trata de una estrategia muy clara en donde las falacias no solo aparecen en la estructura argumentativa  sino que son los pilares de su discurso

 Lo mismo puede decirse de muchos otros divulgadores ideológicos —de derechas y de izquierdas— que construyen su credibilidad no sobre la solidez intelectual, sino sobre la eficacia persuasiva ante un público predispuesto que además prefiere explicaciones rápidas. Gente que quiere tomar partido mucho más que pensar por su cuenta. Deseosos de alinearse a un grupo con el que se puedan sentir arropados.

Uno de los vicios más recurrentes en su estilo es la falacia del hombre de paja, que consiste en distorsionar o simplificar en exceso el argumento contrario para atacarlo más fácilmente. Así, en vez de refutar lo que realmente sostienen las corrientes feministas, Laje suele presentar una versión caricaturesca: dice que el feminismo “odia a los hombres”, que quiere “la destrucción de la familia” o que “niega la biología al afirmar que un hombre puede ser mujer solo con decirlo”. 

Lo cierto es que dentro del feminismo hay posiciones profundamente divergentes: feministas transincluyentes que defienden el reconocimiento de las mujeres trans, y otras —como muchas del feminismo radical clásico— que rechazan esa idea por considerar que borra la realidad material del cuerpo femenino. También hay feministas a favor y en contra de la prostitución, de los vientres de alquiler o del aborto, y no desde una perspectiva religiosa, sino desde un análisis crítico del capitalismo y del patriarcado. 

Algunas autoras radicales —en el sentido original del término, ir a la raíz— cuestionan el aborto no porque lo consideren inmoral, sino porque entienden que muchas veces no es una elección libre, sino la consecuencia de un sistema que no apoya la maternidad ni protege la vida en condiciones dignas. Laje (intencional y estratégicamente) ignora todos estos matices y presenta al feminismo como un bloque monolítico y grotesco, que le sirve como enemigo perfecto para su narrativa. Por ejemplo, si una feminista afirma que “el patriarcado es un sistema social que históricamente ha favorecido a los hombres en muchos ámbitos”, Laje responde con: “Según ellas, todos los hombres somos unos opresores que queremos esclavizar a las mujeres. Es absurdo”. Así, no contesta al argumento real, sino a una versión deformada.

Otro de sus recursos habituales es la generalización apresurada. Laje toma ejemplos espectaculares de feministas extremas —marchas con pechos desnudos, pintadas en iglesias, performances provocadoras— y los presenta como si fueran el rostro auténtico y la “esencia” del feminismo contemporáneo. Además, comete perversamente un error semántico al usar el término “feminismo radical” como sinónimo de “feminismo violento o extremista”, cuando en realidad ese término se refiere (y él lo sabe) a una corriente teórica legítima, con décadas de desarrollo y debate interno que además coincide con él en algunos puntos.

Estrechamente vinculada con lo anterior, detectamos  cuando seguimos con el análisis de su discurso, otra falacia,   la de la falsa dicotomía. En su retórica, todo se plantea como un enfrentamiento binario: o estás con la biología, o estás con la ideología; o defiendes la verdad objetiva, o formas parte del delirio progre. Esta lógica excluye cualquier punto intermedio, niega los matices, y construye un marco mental donde todo se reduce a elegir entre dos bandos. Es una forma eficaz de movilizar emocionalmente al público, como él pretende y consigue, pero intelectualmente empobrecedora.

A esta simplificación se suma una de mis preferidas,  la falacia de la pendiente resbaladiza, que aparece constantemente en sus discursos. Aceptar una pequeña concesión en materia de lenguaje o identidad lleva, según él, a consecuencias extremas. Si permitimos el uso del lenguaje inclusivo, mañana no se podrá hablar libremente. Si aceptamos que alguien cambie su género en un documento, en poco tiempo no sabremos quién es quién y la verdad desaparecerá. Esta lógica, que recurre a escenarios distópicos sin base proporcional, se ve reforzada por otra técnica: la apelación al miedo. Laje insiste en que los derechos trans, las reformas educativas con perspectiva de género o las leyes de identidad sexual no son solo políticas con las que se puede discrepar, sino amenazas existenciales a la civilización occidental. Se genera así un clima emocional donde cualquier medida de inclusión es vista como un paso hacia el colapso moral, político o incluso biológico de la sociedad, lo cual obviamente no es verdad.

No faltan tampoco los ataques encubiertos al adversario, bajo la forma de ad hominem disimulado. En esto es un maestro, no insulta directamente, pero descalifica cualquier postura contraria tachándola de “ingeniería social”, “manipulación ideológica” o “experimento cultural”. Al mismo tiempo, se presenta a sí mismo como una especie de mártir del pensamiento libre, perseguido por el sistema y censurado por decir la verdad, lo cual le permite neutralizar cualquier crítica racional: si lo critican, es porque lo quieren silenciar. Tengo que reconocer que esta parte es la que más gracia me hace. En Argentina se usa una expresión muy coloquial que me encanta, cuando alguien se queja sin razón o se hace la víctima estratégicamente se le dice que se vaya a "llorar al campito". Laje no solo no se va a llorar al campito sino que llorisquea artística y magistralmente en sus debates. Tiene su lado actor, sin duda.

En su discurso también aparece con frecuencia la falacia de autoridad, especialmente al citar pensadores como Aristóteles, Tomás de Aquino o Chesterton, como si su sola mención resolviera debates modernos sobre biología, género o derecho. Estas referencias, válidas en un contexto filosófico, se usan muchas veces de forma mecánica, como si representaran verdades eternas e inapelables. Precisamente Aquino es un personaje al que también estoy estudiando con mucho interés, ya os contaré.

Otros vicios argumentativos incluyen la petición de principio (“la ideología de género es falsa porque no se basa en la verdad”, cuando esa “verdad” ya está definida desde su propio marco ideológico), la apelación al sentido común (“es evidente que los sexos son dos, lo dice la naturaleza”, obviando las discusiones científicas y médicas reales), y la reducción al absurdo mal aplicada (“si un hombre puede decir que es mujer, entonces mañana uno podrá decir que es un perro”), que convierte el debate sobre derechos y reconocimiento en una broma sin fundamento.

A estas falacias se suman estrategias retóricas que refuerzan su efecto. Una de ellas es la redefinición interesada de términos clave. Palabras como “género”, “igualdad”, “patriarcado” o “diversidad” son vaciadas de su contenido académico y vueltas a llenar con significados ridículos o alarmantes, lo que facilita su rechazo. También recurre al cherry picking, seleccionando casos marginales o estudios excepcionales que respaldan su tesis, mientras ignora el consenso más amplio. Asimismo, construye enemigos abstractos y monolíticos: “la izquierda”, “el marxismo cultural”, “la agenda 2030” aparecen como si fueran bloques perfectamente coordinados, sin diferencias internas, sin matices, sin voces críticas dentro de sus propias filas.

Otra táctica efectiva es la victimización discursiva. Como dijimos antes, Laje se presenta como alguien que “solo está diciendo la verdad” pero que es atacado, cancelado o censurado por un sistema corrupto y cobarde. Esto genera simpatía en su audiencia, que lo ve como un luchador solitario contra una maquinaria ideológica aplastante. Finalmente, emplea tecnicismos filosóficos o jurídicos que a menudo no son necesarios en el contexto del debate, pero que le permiten dar una apariencia de profundidad o autoridad, aunque no aporten claridad.

En resumen, Agustín Laje domina las formas del debate público y utiliza una retórica muy eficaz para movilizar emocionalmente a su audiencia. Sin embargo, su discurso se apoya en múltiples falacias lógicas, tergiversaciones deliberadas y simplificaciones que impiden un análisis serio y riguroso de los temas que aborda. La aparente solidez de sus argumentos se deshace cuando se examinan con atención. Lo que queda es un ejercicio de propaganda ideológica revestido de erudición, que dice combatir la manipulación cultural pero que recurre a las mismas armas para imponer su visión.

Queda sólo una incógnita que desde fuera es imposible despejar: me gustaría saber cual es el verdadero objetivo de Laje ¿Poder? ¿Atención? ¿Un club de lectura solo para hombres con corbata y rifles? Nadie lo sabe. Tal vez ni él. A lo mejor está atrapado en su propio personaje. Quizás empezó jugando al polemista y ahora está encerrado en el traje del “defensor de la civilización”. Si se sacase el disfraz, su público tal vez lo abandonaría. Así que sigue ladrando y levantando polvo.

Sin duda un hombre interesante con el que debe ser muy divertido compartir un café. Como cordobés que es, lo imagino muy diferente al avatar que nos presenta públicamente, pues sus coterráneos suelen ser encantadores.

 

Isabel Salas 

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De sobra está decirlo pero aclaremos que este texto es un ejercicio de crítica pública orientado al análisis discursivo. No pretende descalificar al sr. Laje como persona, sino examinar los recursos retóricos y argumentativos de su figura pública desde una perspectiva razonada y respetuosa.


domingo, 27 de octubre de 2024

¿QUIÉN MATA MÁS? LA PREGUNTA EQUIVOCADA

Violencia, sexo y falacias: por qué el aborto no es comparable al asesinato.

 


Cuando se ponen sobre la mesa los datos concretos de homicidios anuales y se evidencia que, de cada 100 asesinatos, más de 90 son cometidos por varones, no tarda en activarse la reacción de los sectores machistas. Una de sus respuestas típicas consiste en apelar a una falsa equivalencia: incluir el aborto en las estadísticas de homicidios con el objetivo de desviar la atención. De ese modo, frente a los aproximadamente 380.000 asesinatos que cada año cometen algunos hombres en todo el mundo, colocan los millones de abortos legales e ilegales como si fueran homicidios cometidos por mujeres. La maniobra es clara: trasladar a las mujeres la carga de una supuesta violencia mayor para afirmar que, en realidad, ellas matan más que los hombres. Una falacia retórica envuelta en cinismo moral.

Vamos a desmontar esa falacia y a mostrar, con datos y razonamiento, por qué cada interrupción voluntaria del embarazo involucra a múltiples actores —médicos, legisladores, instituciones sanitarias, marcos legales— y no puede reducirse a una acción individual atribuible exclusivamente a la mujer que decide interrumpir su gestación.

La falacia de falsa equivalencia consiste en presentar como comparables dos hechos, conceptos o situaciones que difieren en aspectos fundamentales. Se fuerza una apariencia de equivalencia para descalificar un argumento contrario o inflar la validez del propio, aunque la comparación no se sostenga ni desde lo lógico ni desde lo empírico.

Pongamos un ejemplo simple: "No reciclar latas es tan dañino como verter residuos tóxicos en un río". Ambas acciones afectan al medio ambiente, pero su impacto es distinto. Esta comparación omite el contexto, selecciona atributos de forma sesgada y generaliza indebidamente. Se igualan cosas que no se parecen, se omiten variables clave, y se manipula la percepción pública.

Aplicado al aborto, la falacia es evidente. Ni el marco jurídico ni los actores involucrados son comparables entre los abortos y los homicidios, salvo en un punto: se produce una muerte. Pero esa coincidencia no basta para equiparar ambos casos. La comparación se desmorona en cuanto se contextualiza.

Controlar el embarazo ha sido una herramienta de poder patriarcal. Quien controla la natalidad, controla el mundo. Y controlar la natalidad pasa por controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían (si se les permite).

Señalar a la mujer que aborta como única culpable es una simplificación tramposa que omite la red de corresponsabilidad social, médica, legal y económica que rodea esa decisión. El aborto no es un acto unilateral. Es una decisión condicionada por factores múltiples.

A esto se suman padres, madres, amistades, entornos laborales, edad, salud mental y física, situación económica, nivel educativo. Y también estructuras institucionales: parlamentos, gobiernos, protocolos sanitarios, objeción de conciencia, servicios sociales, jueces. La mujer nunca actúa en soledad. Su voluntad se expresa dentro de un marco colectivo.

Reducir todo eso al titular “las mujeres matan más que los hombres” es una mentira disfrazada de argumento moral.

Resulta absurdo que un hombre que nunca asumirá las consecuencias físicas ni sociales de un embarazo no deseado, ni la carga real de una crianza en soledad, se postule como juez del útero ajeno. Algunos incluso presumen de no haber usado condón o de nunca haber echado a una pareja embarazada, mientras defienden "valores pro-vida" desde la comodidad de un micrófono.

La paradoja es esta: existe un interés histórico en impedir el control pleno de las mujeres sobre su fertilidad. Porque quien controla la natalidad, controla la vida. Y eso incluye controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían.

Los llamados "pro-vida" son, en realidad, defensores del parto obligatorio. Su discurso se detiene en el nacimiento, pero no asume responsabilidades sobre la crianza ni las redes de apoyo. A la vez, quienes promueven los vientres de alquiler o la adopción masiva también dependen de mujeres dispuestas o forzadas a entregar a sus hijos. En ambos casos, los niños son tratados como objetos.

La alternativa emancipadora es la libertad plena de maternidad: que cada mujer decida cuándo y cómo ser madre, sin coacción religiosa, política o económica, y con respaldo real. Solo cuando los hijos son deseados, el patriarcado empieza a temblar.

Durante la gestación, madre e hijo construyen un vínculo único. Al nacer, el contacto piel con piel regula funciones vitales y fortalece el apego. Romper ese proceso no es neutro. Es traumático, y moviliza estructuras legales, sanitarias y afectivas.

En vez de condenar a las mujeres que abortan,  deberíamos empeñarnos en destruir las condiciones que las empujan a esa disyuntiva. Solo así podrá tener sentido el lema "nosotras decidimos". Solo así la maternidad será una elección libre y sostenida por una estructura social justa.

Incluso si alguien defendiera la comparación aborto-homicidio con argumentos lógicamente consistentes, el desenlace moral no sería indiferente. Cuando ambas posturas son racionales, el criterio definitorio es la moral.

La postura moralmente superior es la que: Respeta la dignidad de las mujeres, reconoce la complejidad social del aborto, protege a los vulnerables sin imponer culpa y sostiene coherencia entre fines y medios.

En un escenario donde la lógica permite defender ambas posiciones, vence quien ofrece un marco más justo, humano y respetuoso con la vida real.

Y no olvidemos esto: para abortar, hace falta toda una red de actores, instituciones y contextos. Para continuar un embarazo, basta que una mujer quiera hacerlo. Ahí empieza todo. Y ahí debería estar nuestro respeto.

isabel Salas


OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

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