Violencia, sexo y falacias: por qué el aborto no es comparable al asesinato.

Cuando se ponen sobre la mesa los datos concretos de homicidios anuales y se evidencia que, de cada 100 asesinatos, más de 90 son cometidos por varones, no tarda en activarse la reacción de los sectores machistas. Una de sus respuestas típicas consiste en apelar a una falsa equivalencia: incluir el aborto en las estadísticas de homicidios con el objetivo de desviar la atención. De ese modo, frente a los aproximadamente 380.000 asesinatos que cada año cometen algunos hombres en todo el mundo, colocan los millones de abortos legales e ilegales como si fueran homicidios cometidos por mujeres. La maniobra es clara: trasladar a las mujeres la carga de una supuesta violencia mayor para afirmar que, en realidad, ellas matan más que los hombres. Una falacia retórica envuelta en cinismo moral.
Vamos a desmontar esa falacia y a mostrar, con datos y razonamiento, por qué cada interrupción voluntaria del embarazo involucra a múltiples actores —médicos, legisladores, instituciones sanitarias, marcos legales— y no puede reducirse a una acción individual atribuible exclusivamente a la mujer que decide interrumpir su gestación.
La falacia de falsa equivalencia consiste en presentar como comparables dos hechos, conceptos o situaciones que difieren en aspectos fundamentales. Se fuerza una apariencia de equivalencia para descalificar un argumento contrario o inflar la validez del propio, aunque la comparación no se sostenga ni desde lo lógico ni desde lo empírico.
Pongamos un ejemplo simple: "No reciclar latas es tan dañino como verter residuos tóxicos en un río". Ambas acciones afectan al medio ambiente, pero su impacto es distinto. Esta comparación omite el contexto, selecciona atributos de forma sesgada y generaliza indebidamente. Se igualan cosas que no se parecen, se omiten variables clave, y se manipula la percepción pública.
Aplicado al aborto, la falacia es evidente. Ni el marco jurídico ni los actores involucrados son comparables entre los abortos y los homicidios, salvo en un punto: se produce una muerte. Pero esa coincidencia no basta para equiparar ambos casos. La comparación se desmorona en cuanto se contextualiza.
Controlar el embarazo ha sido una herramienta de poder patriarcal. Quien controla la natalidad, controla el mundo. Y controlar la natalidad pasa por controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían (si se les permite).
Señalar a la mujer que aborta como única culpable es una simplificación tramposa que omite la red de corresponsabilidad social, médica, legal y económica que rodea esa decisión. El aborto no es un acto unilateral. Es una decisión condicionada por factores múltiples.
A esto se suman padres, madres, amistades, entornos laborales, edad, salud mental y física, situación económica, nivel educativo. Y también estructuras institucionales: parlamentos, gobiernos, protocolos sanitarios, objeción de conciencia, servicios sociales, jueces. La mujer nunca actúa en soledad. Su voluntad se expresa dentro de un marco colectivo.
Reducir todo eso al titular “las mujeres matan más que los hombres” es una mentira disfrazada de argumento moral.
Resulta absurdo que un hombre que nunca asumirá las consecuencias físicas ni sociales de un embarazo no deseado, ni la carga real de una crianza en soledad, se postule como juez del útero ajeno. Algunos incluso presumen de no haber usado condón o de nunca haber echado a una pareja embarazada, mientras defienden "valores pro-vida" desde la comodidad de un micrófono.
La paradoja es esta: existe un interés histórico en impedir el control pleno de las mujeres sobre su fertilidad. Porque quien controla la natalidad, controla la vida. Y eso incluye controlar a las mujeres: las que gestan, paren y crían.
Los llamados "pro-vida" son, en realidad, defensores del parto obligatorio. Su discurso se detiene en el nacimiento, pero no asume responsabilidades sobre la crianza ni las redes de apoyo. A la vez, quienes promueven los vientres de alquiler o la adopción masiva también dependen de mujeres dispuestas o forzadas a entregar a sus hijos. En ambos casos, los niños son tratados como objetos.
La alternativa emancipadora es la libertad plena de maternidad: que cada mujer decida cuándo y cómo ser madre, sin coacción religiosa, política o económica, y con respaldo real. Solo cuando los hijos son deseados, el patriarcado empieza a temblar.
Durante la gestación, madre e hijo construyen un vínculo único. Al nacer, el contacto piel con piel regula funciones vitales y fortalece el apego. Romper ese proceso no es neutro. Es traumático, y moviliza estructuras legales, sanitarias y afectivas.
En vez de condenar a las mujeres que abortan, deberíamos empeñarnos en destruir las condiciones que las empujan a esa disyuntiva. Solo así podrá tener sentido el lema "nosotras decidimos". Solo así la maternidad será una elección libre y sostenida por una estructura social justa.
Incluso si alguien defendiera la comparación aborto-homicidio con argumentos lógicamente consistentes, el desenlace moral no sería indiferente. Cuando ambas posturas son racionales, el criterio definitorio es la moral.
La postura moralmente superior es la que: Respeta la dignidad de las mujeres, reconoce la complejidad social del aborto, protege a los vulnerables sin imponer culpa y sostiene coherencia entre fines y medios.
En un escenario donde la lógica permite defender ambas posiciones, vence quien ofrece un marco más justo, humano y respetuoso con la vida real.
Y no olvidemos esto: para abortar, hace falta toda una red de actores, instituciones y contextos. Para continuar un embarazo, basta que una mujer quiera hacerlo. Ahí empieza todo. Y ahí debería estar nuestro respeto.
isabel Salas
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