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jueves, 2 de octubre de 2025

DE SIERVO A CIUDADANO

El truco de magia jurídico que sostiene la esclavitud moderna. 

 Durante siglos —o tal vez desde siempre— los seres humanos hemos sido administrados, no gobernados. La historia oficial, en su versión edulcorada, repite que hemos conquistado derechos, que la ciudadanía nos liberó de la servidumbre feudal, que hoy somos sujetos autónomos gracias al Estado de derecho. Pero basta escarbar un poco para ver el truco: la figura del ciudadano no es otra cosa que una actualización del siervo, revestida con lenguaje jurídico moderno.

En el sistema feudal el siervo no tenía propiedad, ni derechos, ni movilidad. Estaba ligado a la tierra y subordinado a la voluntad de su señor. Solo los nobles y el clero podían desplazarse con libertad. El siervo —como hoy el ciudadano— existía únicamente en función del poder que lo registraba.

Más adelante, con la aparición de los Estados-nación y las revoluciones burguesas, se nos vendió la idea de que el pueblo se convertía en soberano. En realidad, lo que se produjo fue una reconfiguración administrativa del control. Se abandonó el látigo y se implementaron mecanismos más sofisticados: registro civil, DNI, número de seguridad social, pasaporte y consentimiento pasivo. A cambio de obediencia, se ofrecieron derechos.

La ciudadanía no es libertad. Es una condición jurídica otorgada por la misma estructura que impone tus obligaciones. Seguimos atados a la tierra como antes. En el pasado necesitabas una carta del señor feudal para poder viajar; hoy se llama pasaporte. Es el mismo principio bajo otro nombre: no puedes moverte si no estás registrado y autorizado. El pasaporte es el dispositivo moderno que confirma que la tierra no es tuya y que tú no eres libre para recorrerla.

El engaño funciona porque está bien diseñado. A los de abajo se les conceden derechos —a la salud, a la educación, a la vivienda— pero no como garantías reales, sino como permisos condicionados: tienes derecho si pagas impuestos, si obedeces las leyes, si te dejas administrar. Si no, se te revocan.

Mientras tanto, los de arriba ni siquiera figuran como ciudadanos. Operan con privilegios: fueros, inmunidades, exenciones fiscales, pasaportes especiales, jurisdicciones propias. Tienen acceso a servicios que no están regulados ni supervisados por los mismos mecanismos que afectan al resto. No mendigan derechos: ejercen libertades reales. Libertad de movimiento, de evasión fiscal, de uso de información privilegiada, de imposición ideológica o económica sin rendir cuentas.

Uno de los instrumentos más eficaces para atrapar desde la base es el llamado “derecho a la identidad”. En apariencia, es un avance: el niño tiene derecho a tener nombre, nacionalidad, pertenencia. En la práctica, es el primer anzuelo jurídico que lo introduce en la maquinaria del Estado. Desde ese momento, ya no es un ser humano libre con vínculos naturales y espirituales. Pasa a ser un sujeto jurídico, numerado, obligado, tributable, representable, sustituible.

Ese niño, como el adulto que será, no ejercerá libertad. Vivirá reclamando derechos. Y al hacerlo, estará aceptando que necesita permiso para vivir dignamente.

Algunos disidentes creen que pueden escapar de esta red apelando al derecho natural. Hablan de haber nacido vivos, de no consentir ser personas jurídicas, de presentarse como seres humanos soberanos. Pero el sistema no responde a códigos filosóficos ni morales: responde al registro y a la obediencia. Si no estás registrado, no existes. Si no inscribes a tus hijos, te conviertes en sospechoso. Si rechazas el marco legal, te vuelves intervenible.

Todo ese cuento sobre la transición del siervo al ciudadano fue, y sigue siendo, una jugada maestra. Nos ofrecieron derechos para que dejáramos de hablar de poder. Nos ofrecieron soberanía para que renunciáramos a la autonomía. Y lo más perverso: nos hicieron creer que pedir derechos es ser libre, y que cada derecho "conquistado" es un paso hacia la libertad.

Si nos dan a elegir entre tener razón y tener paz, algunos elegirán tener razón. Otros simplemente querrán paz. Pero tal vez solo es verdaderamente libre quien no necesita que el sistema lo reconozca para saberse válido.

Y esa libertad no encaja en ninguna casilla del registro. Por eso no la conceden.
Por eso la rechazan.

Isabel Salas 

 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

EL CONTRATO: IMPOSICIÓN CAMUFLADA DE OPCIÓN

 La gran mentira del consentimiento: contratos sin libertad

 

El derecho moderno nos dice que el contrato es la expresión máxima de la libertad individual. Que dos partes iguales acuerdan libremente las condiciones de su vínculo, que nadie obliga a nadie, y que lo firmado obliga porque lo elegiste. Pero eso, en la práctica, es una fábula. Un dogma jurídico que no se sostiene si uno mira cómo funcionan hoy los contratos reales.

Nos enseñan desde niños que firmar un contrato es un acto de libertad. Es lo que haremos cuando crezcamos y que al hacerlo, ejercemos nuestra voluntad como adultos responsables y libres. Que nada se impone, que todo se acuerda. Y que el consentimiento es la piedra angular del derecho moderno: si aceptas, es porque quieres.  Ah, y no olvides leer cada esquina de las treinta páginas antes de firmar. Es tu obligacion hacerlo antes de firmar y si no lo haces, la culpa es tuya.

 “El cliente autoriza al banco a compartir su información con autoridades nacionales e internacionales, y con terceros proveedores, sin previo aviso y sin necesidad de autorización adicional.”

Pero este tema de los contratos  es una de las grandes mentiras fundacionales del sistema jurídico actual. Una mentira cómoda, útil, bien envuelta en retórica liberal, que permite a empresas, instituciones y Estados imponer condiciones draconianas con apariencia de legitimidad.

Basta una firma. Un clic. Un “sí” que no es libre, sino extorsionado, viciado o inducido por necesidad. ¿Qué libertad hay en eso?

Por un lado estamos rodeados de Contratos de adhesión dónde se aplica la ley del "lo tomas o lo dejas". Si te fijas la inmensa mayoría de los contratos actuales no se negocian. Se aceptan o se excluyen. El contrato con el banco, la compañía telefónica, la aseguradora, el hospital, la escuela, la red social o incluso la plataforma de pagos… son todos contratos de adhesión: tú no puedes cambiar una coma. Si no estás de acuerdo, no hay trato. Y si no hay trato, te quedas fuera del sistema. Eso no es libertad contractual: es extorsión formalizada.

Y si lo dejas, quedas fuera del sistema. ¿No quieres aceptar que tu banco pueda bloquear tus fondos si un algoritmo detecta actividad sospechosa? Estupendo, entonces no tienes cuenta. ¿No aceptas que la compañía eléctrica interrumpa el servicio sin compensación por “mantenimiento”? Sin problemas, múdate al barrio de Pedro Picapiedras, te quedas sin luz. ¿No estás de acuerdo con que WhatsApp o Instagram lean tus contactos y compartan tus datos? No pasa nada, no puedes comunicarte con tu entorno digital, escríbeles cartas certificadas con acuse de recibo si te apetece.

 “Nos reservamos el derecho de modificar unilateralmente estos términos en cualquier momento. Su uso continuado de la plataforma implica aceptación tácita de dichos cambios.”

 Es decir, pueden cambiar las reglas cuando quieran, y si tú no abandonas el servicio, se interpreta que aceptas todo. Consentimiento forzado por continuidad.

Hablando de aplicaciones...Cuando aceptas los términos y condiciones de una aplicación, ¿realmente sabes qué estás aceptando? ¿Lo has leído? ¿Tienes otra opción? El sistema presupone tu consentimiento porque clicaste “aceptar”. Pero ese “sí” no nace de una voluntad libre, sino de una necesidad inducida: si no lo aceptas, no puedes operar en la sociedad digital, en el sistema bancario o incluso en la vida pública. ¿Qué clase de consentimiento es ese?

 “La empresa se reserva el derecho de interrumpir el suministro por causas técnicas, de fuerza mayor o de seguridad, sin necesidad de aviso previo y sin que ello genere derecho a indemnización.”

Hay consentimiento real cuando existe: libertad de rechazar sin consecuencias graves; posibilidad de modificar los términos; conocimiento completo de lo que se firma y igualdad entre las partes. ¿Ya has practicado ese deporte? No lo creo, nada de eso se da hoy.

Al contrario, lo que nos rodea es un chantaje contractual legalizado y los ejemplos abundan. Para tener electricidad, debes aceptar las cláusulas de la empresa que monopoliza el servicio en tu zona. Para abrir una cuenta bancaria, debes aceptar que rastreen tus movimientos, transfieran tus datos y bloqueen tus fondos si lo ordena una autoridad. Para trabajar, firmas contratos donde renuncias anticipadamente a derechos básicos (por ejemplo, cláusulas de disponibilidad, confidencialidad desmedida, sueldos de hambre).

En el ámbito sanitario, educativo y hasta judicial, el “consentimiento informado” es muchas veces una firma obtenida bajo presión, no una elección lúcida.

Otra característica encantadora y didáctica de la actual forma de contratar es la función disciplinaria del contrato. Si nos fijamos bien el contrato moderno no es solo un acuerdo entre partes. Es también un instrumento de domesticación. El lenguaje contractual te somete a términos que normalizan el abuso como acabamos de decir pero no esta mal repetir:  renuncias anticipadas, limitaciones de responsabilidad, cesión de datos, penalizaciones desproporcionadas. 

Y todo ello, presentado como un acuerdo “libre”. Es el consentimiento del esclavo al que se le permite elegir el color de sus grilletes.

Recuerda,  si enfermas de algo que ya tenías sin saberlo, no te cubren, y advertido estás,  “La compañía podrá excluir enfermedades preexistentes, incluso no diagnosticadas, si considera que existían indicios razonables antes de la firma.”

Si en verdad viviéramos en un sistema realmente libre, el contrato sería una herramienta para formalizar acuerdos entre personas capaces y conscientes, con posibilidad real de negociación, sin coerción implícita ni exclusión sistémica. Pero eso no existe. 

Lo que existe es la imposición camuflada de opción. El contrato moderno es una coartada: una forma elegante de ocultar la violencia estructural bajo el barniz de la “voluntad”.

 Isabel Salas

 


COMPRA VERDE Y REZA EN SILENCIO

Vivimos en una época muy peculiar: la del capitalismo con cara de conciencia. Y la conciencia, como la paloma que soltó Moisés después del...