Europa: vasallo útil, no aliado soberano
Hay quien todavía vive en la fantasía de que Europa forma parte de un bloque occidental unido por valores comunes y objetivos compartidos. Que la OTAN nos protege, aunque no sabemos bien de quién, que la Unión Europea nos integra, y que Estados Unidos nos considera socios estratégicos. Pero basta con observar con atención —y con un poco de valentía y honestidad— para ver que eso no es verdad y, lo que es peor, tal vez no lo ha sido nunca.
El cerebro que comanda las manitas que manejan los hilos de Estados Unidos no quiere una Europa fuerte, ni soberana, ni independiente. No la quiere como socio ni siquiera como igual. La quiere dócil, dividida, culpable, envejecida y dependiente. Y lleva décadas trabajando para que así sea. La estrategia no es nueva, pero en los últimos años ha alcanzado tal nivel de descaro que ya no podría ni justificarse.
No se trata solo de economía ni de energía. Se trata de impedir que Europa tenga voluntad propia. Una Europa sólida, con industria, con identidad, con memoria, es un competidor natural de Estados Unidos. Y eso no lo quieren permitir. Por eso han roto todos los puentes posibles: con Rusia, con el cristianismo, con la historia, con la familia, con el sentido común.
Alemania, que hace no tanto era un actor industrial y diplomático con peso propio, ha sido reducida a simple ejecutora de órdenes. No hizo falta disparar una sola bala. Bastó con cortar el gas ruso, imponer sanciones absurdas y venderle a su población un relato de guerra emocional e irracional. Hoy Alemania paga la energía más cara del mundo, su industria se deslocaliza, y sus políticos repiten como loros lo que les dictan desde Washington o Bruselas.
España, por su parte, obedece con entusiasmo. Arranca olivares, restringe regadíos, entrega sus campos fértiles a placas solares que no alimentan a nadie. Se encarece la vida, se desmantela la agricultura, se cierra la industria. Todo en nombre de una “transición” que no dirige el país ni su pueblo, sino burócratas que responden a otros intereses. España no decide nada. Apenas gestiona su ruina.
Italia, Francia, los países del Este... todos asisten al mismo proceso. La inmigración masiva no se frena. La cohesión social se resquebraja. La identidad se criminaliza. Se subsidia el caos y se castiga la palabra. Todo con el discurso de los derechos humanos, la diversidad y la democracia, pero sin que nadie haya votado estas políticas. Nadie preguntó a los pueblos europeos si querían esto. Se les impuso.
Y cuando se alza alguna voz crítica, cuando alguien cuestiona el relato, los mecanismos de censura blanda se activan de inmediato. Los medios, las redes, los organismos internacionales, las ONGs, todos repiten la misma consigna: calla, obedece, culpa tu pasado, renuncia a tu historia, financia tu reemplazo.
La OTAN no protege a Europa: la controla. La Unión Europea no integra a Europa: la diluye. Y las élites que gobiernan desde Bruselas no representan a los europeos: representan intereses ajenos. No los elige nadie. No responden ante nadie. Y sin embargo legislan sobre todo.
Nos han querido hacer creer que el problema es Rusia, o que el problema es la extrema derecha, o el cambio climático, o la desinformación. Pero el verdadero problema está dentro: está en los despachos donde se decide qué puede pensar un europeo, cómo debe vivir, a quién debe recibir, qué debe olvidar y cuándo debe aplaudir desde el balcón de su casa a la hora marcada.
Lo que está ocurriendo en Europa no es un proceso natural. Es una demolición dirigida. Y no se hace con tanques ni con explosivos. Se hace con discursos, con normas, con narrativas. Se hace convirtiendo la identidad en delito, la soberanía en extremismo y la defensa de lo propio en incitación al odio.
Europa no se suicida. La están matando, y con ella a muchos de nosotros.
Isabel Salas