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viernes, 23 de mayo de 2025

FEMINISMOS Y MADRES

Entre tantos feminismos, ¿Cuál es el que se ocupa de las madres?


 

Desde que alguien usó la palabra “feminismo” de forma oficial —o desde que una mujer se atrevió a decir “esto no es justo” y fue ignorada, como es habitual—, el mundo ha ido cambiando. Muchas mujeres (en unos cuantos países) han ganado "derechos", acceso y espacios. Es eso, en unos cuantos países, las mujeres pueden votar, tener una cuenta bancaria, estudiar y hasta divorciarse. Podemos —y me incluyo—, al menos en ciertos lugares del mundo, vivir con una mínima autonomía. Pero en ese avance indiscutible también se han dejado cosas atrás. El feminismo no es, ni ha sido nunca, un bloque homogéneo. Las mujeres que piensan —las que de verdad piensan, no las que repiten eslóganes— no pueden estar todas de acuerdo. Y eso es un síntoma de vida. Pero también hay silencios que ya no pueden seguir disfrazándose de estrategia o de respeto a la diversidad. Hay temas incómodos, olvidados, deliberadamente omitidos. Uno de ellos es la figura de la madre.

No la madre idealizada por la cultura patriarcal, la que sirve de pedestal para que los hombres se declaren hijos ejemplares o esa otra a través de la cual ellos tienen hijos. Tampoco la madre mártir, abnegada y santificada a fuerza de sufrimiento. Hablo de la madre real. La que cría con o sin pareja, con o sin trabajo fuera de casa, con deseo o incluso sin haberlo planeado. La que se equivoca y paga las consecuencias, la que gasta su salud, la que ama como se ama desde las entrañas. La que siente que se le enciende una lámpara cuando su hijo la mira desde el pecho. La que aplaude cada logro, por mínimo que sea. La que hace fotos con el alma mientras sus hijos juegan. La que intercambia fórmulas con otras madres para dormir mejor, descansar un poco más, calmar un llanto, matar piojos o espantar miedos. Esa que se busca en el espejo y ya no es la misma, porque la maternidad transforma la carne, la mente y la vida entera. Esa madre que ama, que cría, que ve y que, precisamente por eso, molesta a todos los discursos. Porque no encaja ni como ídolo ni como víctima. Porque tiene cuerpo, tiene voz y tiene memoria.

Porque los feminismos —en muchas de sus versiones dominantes— han desarrollado su relato a pesar de la maternidad. La autonomía ha sido glorificada, el vínculo ha sido silenciado. Ser madre es, en muchos círculos feministas, visto como un problema, un obstáculo, una regresión. Se lucha por poder abortar, pero no por poder parir bien. Se exige decidir no tener hijos, pero se ignora a quienes deciden tenerlos sin las condiciones ideales. El trabajo de cuidados sigue sin valor económico ni político. Criar no cotiza, no asciende, no da prestigio. Ser madre no es lo bastante empoderador, a menos que se haga con suficiente estilo para venderlo como éxito personal. Es más fácil celebrar a la mujer que rompe el techo de cristal que a la que cría sola con dos trabajos precarios y sin red de apoyo.

En el feminismo de consumo, el empoderamiento se mide en productos: carriolas de diseño, cursos de mindfulness para bebés, libros de autoayuda con portadas en tonos pastel. Si puedes pagar por la validación, entonces tu maternidad es válida. Si no, arréglatelas. Las políticas públicas siguen tratando el cuidado infantil como un favor, no como una obligación del Estado. Guarderías, licencias, apoyo posparto... son parches que dependen del gobierno de turno; no hay estructuras garantizadas. Y cuando una madre necesita ayuda concreta, la famosa sororidad se disuelve en discursos vagos, teoría académica y cursos de pretendido empoderamiento donde a la psicóloga correspondiente se le paga con fondos públicos, y a la madre la toman por retardada mental y la mandan a su casa sin un pañal de regalo siquiera.

Repito: las madres pobres, solas, racializadas, son vistas como casos sociales y no como sujetos políticos. Y esto no es grave, es gravísimo, porque cuando un juez, un asistente social o una psicóloga decide que una casa con goteras o una crisis emocional equivale a “ambiente inadecuado”, se activa una maquinaria que arranca niños de sus madres sin juicio real, sin defensa y sin compasión. A veces, el único delito es ser pobre. El feminismo institucional, salvo excepciones, brilla por su ausencia en esos juzgados. No hay paneles, no hay campañas, no hay trending topics. ¿Por qué? Porque no queda bien. Porque no suma likes. Porque defender a una madre pobre que grita no es útil ni sexy.

Y luego están los vientres de alquiler. El relato hegemónico dice: “Ella lo hace por voluntad propia”. Pero nadie explica por qué esa voluntad casi siempre nace de la necesidad. Se transforma la gestación en un servicio y al bebé en un producto entregado al deseo adulto. La mujer que gesta no es madre, dicen, solo “vehículo”. Y parte del feminismo calla. O peor, justifica. Como si criticar la mercantilización del cuerpo femenino fuera conservador. Como si decir “esto le duele al bebé” fuera retrógrado. Como si toda elección fuera libre solo porque alguien firmó un contrato. ¿Desde cuándo el consentimiento firmado bajo precariedad es emancipador? ¿Y quién se preocupa de ese hijo que estará semanas esperando escuchar el corazón de su madre? Parece que casi nadie.

La madre es quien gesta. Si tú no sabes, los niños sí. Ellos saben quién es su madre. Conocen la voz de quien los llevó en su vientre.

Lo mismo ocurre con las niñas madres. En muchos países se permite que una niña se case con el consentimiento de sus padres. Es decir, se legaliza el abuso. Y cuando esa niña queda embarazada, su maternidad no se menciona. Se convierte en estadística. Y el feminismo global, demasiado ocupado en no parecer imperialista, guarda silencio para no “imponer valores occidentales”. No vaya a ser que denunciar la pederastia se confunda con colonialismo moral. Mientras tanto, esas niñas paren en silencio y quedan fuera del relato.

La violencia obstétrica es otro punto que sigue siendo ignorado por los discursos que critican al patriarcado pero no al médico (hombre o mujer) con ego de dios que grita “¡puja!” como si estuviera dirigiendo un reality. Y las madres con hijos con discapacidad, o con enfermedades crónicas, o con necesidades especiales, viven fuera de toda agenda. Nadie las incluye en los debates sobre salud mental, ni en las estadísticas de carga de cuidados. No tienen hashtag.

El mito de la supermujer, esa que lo puede todo sin despeinarse, ha hecho más daño que muchos enemigos declarados. Se espera que trabajes como si no tuvieras hijos y que críes como si no tuvieras trabajo. Que emprendas. Que medites. Que publiques tu experiencia con filtro y branding. Pero la maternidad real no cabe en Instagram. No vende.

El aborto legal, seguro y gratuito puede ser considerado una conquista necesaria para algunas mujeres, pero no puede ser la única conversación sobre maternidad. No puede ser que el mensaje sea: “si decidiste tenerlo, ahora arréglate sola”. No puede ser que las mujeres madres se conviertan en una sombra incómoda, y casi ilegal, para campañas que prefieren hablar de “personas gestantes” y no de hembras paridas concretas, con cuerpos, necesidades e historias. No puede ser que defender el derecho a no ser madre sea progresista, pero defender el derecho a serlo bien, con apoyo y con dignidad, sea considerado conservador.

No se trata de atacar a los feminismos. Se trata de exigirles que miren más lejos. Que las feministas de salón se saquen las gafas de clase, de estética y de academia. Que entiendan que sin madres no hay futuro. Que no somos el daño colateral de la emancipación, ni la consecuencia inevitable de un mal cálculo anticonceptivo. Que no somos ángeles, ni monstruos, ni mártires. Somos mujeres. Sujetos políticos. Y estamos hartas de no estar invitadas a la conversación.

El feminismo que no sabe mirar a las mujeres que hemos parido no es incompleto: es cómodo. Y la comodidad nunca ha sido revolucionaria.


Isabel Salas



jueves, 15 de mayo de 2025

AGUSTÍN LAJE Y SUS TRAMPAS DISCURSIVAS

Cuando el discurso se disfraza de lógica, es la falacia la que manda.


Agustín Laje, politólogo argentino conocido por su estilo combativo y por su crítica persistente al progresismo cultural y político, ha construido una imagen de defensor de la lógica, la verdad biológica y el pensamiento racional frente a lo que él describe como el caos ideológico de la izquierda moderna. Y además, lo ha hecho muy bien. Sin duda es muy astuto e inteligente.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo en algunos asuntos, me he entretenido en diseccionar su discurso tratando de ser objetiva y respetuosa con el hombre aunque me he tomado la libertad de analizar al personaje.

Parte de su estrategia retórica consiste en denunciar —con frecuencia burlona— las supuestas falacias lógicas que cometen sus oponentes, presentándose a sí mismo como un adalid del pensamiento claro frente al “delirio ideológico” del feminismo, el transactivismo o el marxismo cultural. Sin embargo, tras una revisión atenta y rigurosa de su discurso se revela una paradoja interesante:  Laje utiliza de forma sistemática muchas de las mismas falacias que denuncia, combinándolas con tergiversaciones deliberadas y manipulaciones retóricas para reforzar su posición.

Analizar críticamente su discurso me ha ayudado a estudiar y a profundizar en mis propias posturas y ha sido además bastante divertido. Mi conclusión es que no se trata de errores ocasionales que Agustín comete ni de fallos esporádicos en medio de un debate encendido. Al contrario, se trata de una estrategia muy clara en donde las falacias no solo aparecen en la estructura argumentativa  sino que son los pilares de su discurso

 Lo mismo puede decirse de muchos otros divulgadores ideológicos —de derechas y de izquierdas— que construyen su credibilidad no sobre la solidez intelectual, sino sobre la eficacia persuasiva ante un público predispuesto que además prefiere explicaciones rápidas. Gente que quiere tomar partido mucho más que pensar por su cuenta. Deseosos de alinearse a un grupo con el que se puedan sentir arropados.

Uno de los vicios más recurrentes en su estilo es la falacia del hombre de paja, que consiste en distorsionar o simplificar en exceso el argumento contrario para atacarlo más fácilmente. Así, en vez de refutar lo que realmente sostienen las corrientes feministas, Laje suele presentar una versión caricaturesca: dice que el feminismo “odia a los hombres”, que quiere “la destrucción de la familia” o que “niega la biología al afirmar que un hombre puede ser mujer solo con decirlo”. 

Lo cierto es que dentro del feminismo hay posiciones profundamente divergentes: feministas transincluyentes que defienden el reconocimiento de las mujeres trans, y otras —como muchas del feminismo radical clásico— que rechazan esa idea por considerar que borra la realidad material del cuerpo femenino. También hay feministas a favor y en contra de la prostitución, de los vientres de alquiler o del aborto, y no desde una perspectiva religiosa, sino desde un análisis crítico del capitalismo y del patriarcado. 

Algunas autoras radicales —en el sentido original del término, ir a la raíz— cuestionan el aborto no porque lo consideren inmoral, sino porque entienden que muchas veces no es una elección libre, sino la consecuencia de un sistema que no apoya la maternidad ni protege la vida en condiciones dignas. Laje (intencional y estratégicamente) ignora todos estos matices y presenta al feminismo como un bloque monolítico y grotesco, que le sirve como enemigo perfecto para su narrativa. Por ejemplo, si una feminista afirma que “el patriarcado es un sistema social que históricamente ha favorecido a los hombres en muchos ámbitos”, Laje responde con: “Según ellas, todos los hombres somos unos opresores que queremos esclavizar a las mujeres. Es absurdo”. Así, no contesta al argumento real, sino a una versión deformada.

Otro de sus recursos habituales es la generalización apresurada. Laje toma ejemplos espectaculares de feministas extremas —marchas con pechos desnudos, pintadas en iglesias, performances provocadoras— y los presenta como si fueran el rostro auténtico y la “esencia” del feminismo contemporáneo. Además, comete perversamente un error semántico al usar el término “feminismo radical” como sinónimo de “feminismo violento o extremista”, cuando en realidad ese término se refiere (y él lo sabe) a una corriente teórica legítima, con décadas de desarrollo y debate interno que además coincide con él en algunos puntos.

Estrechamente vinculada con lo anterior, detectamos  cuando seguimos con el análisis de su discurso, otra falacia,   la de la falsa dicotomía. En su retórica, todo se plantea como un enfrentamiento binario: o estás con la biología, o estás con la ideología; o defiendes la verdad objetiva, o formas parte del delirio progre. Esta lógica excluye cualquier punto intermedio, niega los matices, y construye un marco mental donde todo se reduce a elegir entre dos bandos. Es una forma eficaz de movilizar emocionalmente al público, como él pretende y consigue, pero intelectualmente empobrecedora.

A esta simplificación se suma una de mis preferidas,  la falacia de la pendiente resbaladiza, que aparece constantemente en sus discursos. Aceptar una pequeña concesión en materia de lenguaje o identidad lleva, según él, a consecuencias extremas. Si permitimos el uso del lenguaje inclusivo, mañana no se podrá hablar libremente. Si aceptamos que alguien cambie su género en un documento, en poco tiempo no sabremos quién es quién y la verdad desaparecerá. Esta lógica, que recurre a escenarios distópicos sin base proporcional, se ve reforzada por otra técnica: la apelación al miedo. Laje insiste en que los derechos trans, las reformas educativas con perspectiva de género o las leyes de identidad sexual no son solo políticas con las que se puede discrepar, sino amenazas existenciales a la civilización occidental. Se genera así un clima emocional donde cualquier medida de inclusión es vista como un paso hacia el colapso moral, político o incluso biológico de la sociedad, lo cual obviamente no es verdad.

No faltan tampoco los ataques encubiertos al adversario, bajo la forma de ad hominem disimulado. En esto es un maestro, no insulta directamente, pero descalifica cualquier postura contraria tachándola de “ingeniería social”, “manipulación ideológica” o “experimento cultural”. Al mismo tiempo, se presenta a sí mismo como una especie de mártir del pensamiento libre, perseguido por el sistema y censurado por decir la verdad, lo cual le permite neutralizar cualquier crítica racional: si lo critican, es porque lo quieren silenciar. Tengo que reconocer que esta parte es la que más gracia me hace. En Argentina se usa una expresión muy coloquial que me encanta, cuando alguien se queja sin razón o se hace la víctima estratégicamente se le dice que se vaya a "llorar al campito". Laje no solo no se va a llorar al campito sino que llorisquea artística y magistralmente en sus debates. Tiene su lado actor, sin duda.

En su discurso también aparece con frecuencia la falacia de autoridad, especialmente al citar pensadores como Aristóteles, Tomás de Aquino o Chesterton, como si su sola mención resolviera debates modernos sobre biología, género o derecho. Estas referencias, válidas en un contexto filosófico, se usan muchas veces de forma mecánica, como si representaran verdades eternas e inapelables. Precisamente Aquino es un personaje al que también estoy estudiando con mucho interés, ya os contaré.

Otros vicios argumentativos incluyen la petición de principio (“la ideología de género es falsa porque no se basa en la verdad”, cuando esa “verdad” ya está definida desde su propio marco ideológico), la apelación al sentido común (“es evidente que los sexos son dos, lo dice la naturaleza”, obviando las discusiones científicas y médicas reales), y la reducción al absurdo mal aplicada (“si un hombre puede decir que es mujer, entonces mañana uno podrá decir que es un perro”), que convierte el debate sobre derechos y reconocimiento en una broma sin fundamento.

A estas falacias se suman estrategias retóricas que refuerzan su efecto. Una de ellas es la redefinición interesada de términos clave. Palabras como “género”, “igualdad”, “patriarcado” o “diversidad” son vaciadas de su contenido académico y vueltas a llenar con significados ridículos o alarmantes, lo que facilita su rechazo. También recurre al cherry picking, seleccionando casos marginales o estudios excepcionales que respaldan su tesis, mientras ignora el consenso más amplio. Asimismo, construye enemigos abstractos y monolíticos: “la izquierda”, “el marxismo cultural”, “la agenda 2030” aparecen como si fueran bloques perfectamente coordinados, sin diferencias internas, sin matices, sin voces críticas dentro de sus propias filas.

Otra táctica efectiva es la victimización discursiva. Como dijimos antes, Laje se presenta como alguien que “solo está diciendo la verdad” pero que es atacado, cancelado o censurado por un sistema corrupto y cobarde. Esto genera simpatía en su audiencia, que lo ve como un luchador solitario contra una maquinaria ideológica aplastante. Finalmente, emplea tecnicismos filosóficos o jurídicos que a menudo no son necesarios en el contexto del debate, pero que le permiten dar una apariencia de profundidad o autoridad, aunque no aporten claridad.

En resumen, Agustín Laje domina las formas del debate público y utiliza una retórica muy eficaz para movilizar emocionalmente a su audiencia. Sin embargo, su discurso se apoya en múltiples falacias lógicas, tergiversaciones deliberadas y simplificaciones que impiden un análisis serio y riguroso de los temas que aborda. La aparente solidez de sus argumentos se deshace cuando se examinan con atención. Lo que queda es un ejercicio de propaganda ideológica revestido de erudición, que dice combatir la manipulación cultural pero que recurre a las mismas armas para imponer su visión.

Queda sólo una incógnita que desde fuera es imposible despejar: me gustaría saber cual es el verdadero objetivo de Laje ¿Poder? ¿Atención? ¿Un club de lectura solo para hombres con corbata y rifles? Nadie lo sabe. Tal vez ni él. A lo mejor está atrapado en su propio personaje. Quizás empezó jugando al polemista y ahora está encerrado en el traje del “defensor de la civilización”. Si se sacase el disfraz, su público tal vez lo abandonaría. Así que sigue ladrando y levantando polvo.

Sin duda un hombre interesante con el que debe ser muy divertido compartir un café. Como cordobés que es, lo imagino muy diferente al avatar que nos presenta públicamente, pues sus coterráneos suelen ser encantadores.

 

Isabel Salas 

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De sobra está decirlo pero aclaremos que este texto es un ejercicio de crítica pública orientado al análisis discursivo. No pretende descalificar al sr. Laje como persona, sino examinar los recursos retóricos y argumentativos de su figura pública desde una perspectiva razonada y respetuosa.


viernes, 15 de noviembre de 2024

TRANSTEORÍA: LA TEORÍA DEL TIMO

Cuando la ideología se disfraza de ciencia, hay que dudar de todo.

 
 
Me he criado escuchando sobre teorías e ideologías sin prestar mucha atención a la diferencia hasta que me he visto rodeada de gente que no sabe  reconocer a una mujer como la hembra humanas adulta y aún se ofenden y aseguran que los odias si afirmas que un sentimiento no te hace ni ruso, ni cantante ni mujer.

Así que para entender lo que está pasando me puse a estudiar, cosa que no solo no me disgusta sino que me gusta mucho. Desde la teoría de la relatividad a la ideología nazi, hay muchos ejemplos que ayudan a entender que estamos ante dos cosas completamente diferentes, no solo por el asunto que tratan sino por la manera y el propósito con que lo hacen. Y la conclusión es clara, no es lo mismo (ni de lejos) una teoría que una ideología. 

La distinción no es académica ni retórica, sino decisiva para todos nosotros. De ella depende, en gran medida, nuestra capacidad de pensar con rigor o repetir consignas. Mientras la teoría busca comprender la realidad, la ideología busca moldearla según una visión previa. La primera explica; la segunda prescribe. Y ahí empieza el problema cuando confundimos una con otra, o peor, cuando se utiliza deliberadamente el término “teoría” para imponer una ideología sin que lo parezca.

Una teoría se construye desde la observación, el análisis y la voluntad de ser refutada si los hechos la contradicen. No busca convencer, sino entender. Puede estar equivocada, pero no miente: está abierta a su propia revisión, como cualquier teoría científica,  humilde y con ganas sinceras de corregir su camino mientras avanza hacia la verdad. Una ideología, en cambio, nace de una creencia previa sobre cómo debería ser el mundo. No parte de los hechos, sino que los filtra. No busca comprender, sino justificar. No se abre al debate: se blinda en dogmas.

Esta distinción, que debería estar clara, ha sido deliberadamente borrada en los últimos años por quienes han construido uno de los artefactos discursivos más eficaces del presente: la llamada “teoría de género”.

Llamarla así es una jugada estratégica, no académica. Porque no es teoría en el sentido científico, ni filosófico clásico, ni siquiera en el sentido sociológico riguroso. No es verificable, no es falsable, no tiene estructura empírica. Es una narrativa ideológica posmoderna —heredera del estructuralismo, de los estudios culturales y de una apropiación distorsionada de ciertos discursos feministas— que pretende reinterpretar la realidad social y biológica bajo nuevos esquemas lingüísticos y morales. A diferencia del feminismo radical clásico, que centraba su análisis en la opresión basada en el sexo biológico y mantenía una crítica estructural con base material, esta ideología desplaza el eje hacia el "género" como categoría subjetiva y fluida, desligada del cuerpo y de la biología. Su fuerza no reside en la coherencia lógica ni en la contrastación empírica, sino en su utilidad política: sirve para colonizar instituciones, reformular el lenguaje y bloquear el disenso bajo una apariencia de legitimidad académica.

¿Dónde está el truco? En el lenguaje. Los ingenieros culturales que promovieron esta corriente sabían que las teorías gozan de legitimidad. Llamar “teoría” a una ideología no es solo una imprecisión: obviamente es una táctica. Al bautizarla así, lograron que se instalara en la academia, en las leyes, en los medios y en la educación como si fuera una construcción científica. Pero no lo es. No se trata de un intento de explicar objetivamente los roles sociales, sino de imponer una lectura moral y normativa de los mismos. Es decir: ideología pura.

Una de las maniobras más eficaces fue sustituir el concepto de "sexo" (base biológica verificable) por el de "género" (construcción cultural subjetiva). El desplazamiento no fue casual: al eliminar la referencia a lo biológico, todo se volvió opinable. Y si todo es opinable, quien controle el discurso controla la realidad. A partir de ahí, se reescribió el significado de hombre, mujer, familia, violencia, e incluso identidad y lo que más preocupa: madre.

Pero el asunto va más allá de una confusión conceptual. La llamada teoría de género no solo ha colonizado espacios académicos: ha contaminado movimientos que sí nacieron con fundamentos teóricos y legítimos, como el feminismo liberal o el feminismo ilustrado. Aquellos feminismos pedían igualdad ante la ley, libertad individual, acceso a la educación y a la propiedad. Cuestiones medibles y discutibles en términos racionales. Hoy, buena parte del feminismo institucional ha sido absorbido y abducido por una agenda ideológica que gira en torno a conceptos indeterminados como "patriarcado estructural", "violencia simbólica" o "identidades no binarias", y que pretende reformar la sociedad no desde la razón sino desde el resentimiento, la envidia al útero y la ingeniería lingüística.

Esta confusión, evidentemente,  no puede ser accidental. Es resultado de una estrategia bien diseñada: redefinir el marco del debate público para que quien cuestione la ideología dominante sea etiquetado de retrógrado, fascista o negacionista. Y como ya sabemos y tantos libros sobre distopías nos advirtieron, cuando el lenguaje está capturado, el pensamiento libre se vuelve subversivo.

El caso de la “teoría de género” es solo un ejemplo, pero un ejemplo paradigmático. Se ha impuesto no porque explique mejor la realidad, sino porque ha sido políticamente muy útil. Y está venciendo (de momento) no por su fuerza argumentativa ni algún "bien mayor", sino por su capacidad de camuflarse bajo la apariencia de ciencia, de progreso, de sensibilidad social.

Desde el punto de vista epistemológico, una teoría siempre estará por encima de una ideología. No porque tenga razón, sino porque acepta el riesgo de ser cuestionada y estar equivocada, por el contrario la ideología no admite ese riesgo. Por eso es peligrosa cuando se disfraza de teoría: porque clausura el pensamiento en nombre de una “verdad” incuestionable inventada con astucia.

Como hemos recordado, quien controla el lenguaje, controla el pensamiento. Y yendo un paso adelante, podemos asegurar que quien controla el pensamiento, controla la acción. Lo que hoy llamamos “teoría de género” ha sido una de las armas más eficaces en la conquista cultural del discurso público. Una ideología revestida de teoría, que ha logrado permear instituciones, corromper debates y someter el feminismo racional a una deriva sentimental y política que ha logrado sustituir al sujeto político del propio feminismo, la mujer, la hembra humana adulta.

El resultado es una confusión calculada que ha querido dejar a muchos sin palabras para defender lo evidente: que el sexo existe, que ni los niños ni sus madres somos ideas o sentimientos, y que ni las teorías ni las ideologías nos pueden borrar ni de nuestros espacios ni de nuestra realidad.

Y lo más importante, nadie debe poder acusarnos de odiar a nadie simplemente por no estar de acuerdo con sus planes para la humanidad. Mientras ellos tratan de quedarse maquiavelicamente con la exclusividad ética de definir qué es y qué no es odio, a nosotros nos corresponde defendernos de esa ingeniaría social tan dañina, que aunque venga disfrazada como el lobo de Caperucita ... hace tiempo que se le ve la patita y si te fijas bien, las garras son garras aunque venga con las uñas pintadas.

Isabel Salas

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...