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viernes, 23 de mayo de 2025

FEMINISMOS Y MADRES

Entre tantos feminismos, ¿Cuál es el que se ocupa de las madres?


 

Desde que alguien usó la palabra “feminismo” de forma oficial —o desde que una mujer se atrevió a decir “esto no es justo” y fue ignorada, como es habitual—, el mundo ha ido cambiando. Muchas mujeres (en unos cuantos países) han ganado "derechos", acceso y espacios. Es eso, en unos cuantos países, las mujeres pueden votar, tener una cuenta bancaria, estudiar y hasta divorciarse. Podemos —y me incluyo—, al menos en ciertos lugares del mundo, vivir con una mínima autonomía. Pero en ese avance indiscutible también se han dejado cosas atrás. El feminismo no es, ni ha sido nunca, un bloque homogéneo. Las mujeres que piensan —las que de verdad piensan, no las que repiten eslóganes— no pueden estar todas de acuerdo. Y eso es un síntoma de vida. Pero también hay silencios que ya no pueden seguir disfrazándose de estrategia o de respeto a la diversidad. Hay temas incómodos, olvidados, deliberadamente omitidos. Uno de ellos es la figura de la madre.

No la madre idealizada por la cultura patriarcal, la que sirve de pedestal para que los hombres se declaren hijos ejemplares o esa otra a través de la cual ellos tienen hijos. Tampoco la madre mártir, abnegada y santificada a fuerza de sufrimiento. Hablo de la madre real. La que cría con o sin pareja, con o sin trabajo fuera de casa, con deseo o incluso sin haberlo planeado. La que se equivoca y paga las consecuencias, la que gasta su salud, la que ama como se ama desde las entrañas. La que siente que se le enciende una lámpara cuando su hijo la mira desde el pecho. La que aplaude cada logro, por mínimo que sea. La que hace fotos con el alma mientras sus hijos juegan. La que intercambia fórmulas con otras madres para dormir mejor, descansar un poco más, calmar un llanto, matar piojos o espantar miedos. Esa que se busca en el espejo y ya no es la misma, porque la maternidad transforma la carne, la mente y la vida entera. Esa madre que ama, que cría, que ve y que, precisamente por eso, molesta a todos los discursos. Porque no encaja ni como ídolo ni como víctima. Porque tiene cuerpo, tiene voz y tiene memoria.

Porque los feminismos —en muchas de sus versiones dominantes— han desarrollado su relato a pesar de la maternidad. La autonomía ha sido glorificada, el vínculo ha sido silenciado. Ser madre es, en muchos círculos feministas, visto como un problema, un obstáculo, una regresión. Se lucha por poder abortar, pero no por poder parir bien. Se exige decidir no tener hijos, pero se ignora a quienes deciden tenerlos sin las condiciones ideales. El trabajo de cuidados sigue sin valor económico ni político. Criar no cotiza, no asciende, no da prestigio. Ser madre no es lo bastante empoderador, a menos que se haga con suficiente estilo para venderlo como éxito personal. Es más fácil celebrar a la mujer que rompe el techo de cristal que a la que cría sola con dos trabajos precarios y sin red de apoyo.

En el feminismo de consumo, el empoderamiento se mide en productos: carriolas de diseño, cursos de mindfulness para bebés, libros de autoayuda con portadas en tonos pastel. Si puedes pagar por la validación, entonces tu maternidad es válida. Si no, arréglatelas. Las políticas públicas siguen tratando el cuidado infantil como un favor, no como una obligación del Estado. Guarderías, licencias, apoyo posparto... son parches que dependen del gobierno de turno; no hay estructuras garantizadas. Y cuando una madre necesita ayuda concreta, la famosa sororidad se disuelve en discursos vagos, teoría académica y cursos de pretendido empoderamiento donde a la psicóloga correspondiente se le paga con fondos públicos, y a la madre la toman por retardada mental y la mandan a su casa sin un pañal de regalo siquiera.

Repito: las madres pobres, solas, racializadas, son vistas como casos sociales y no como sujetos políticos. Y esto no es grave, es gravísimo, porque cuando un juez, un asistente social o una psicóloga decide que una casa con goteras o una crisis emocional equivale a “ambiente inadecuado”, se activa una maquinaria que arranca niños de sus madres sin juicio real, sin defensa y sin compasión. A veces, el único delito es ser pobre. El feminismo institucional, salvo excepciones, brilla por su ausencia en esos juzgados. No hay paneles, no hay campañas, no hay trending topics. ¿Por qué? Porque no queda bien. Porque no suma likes. Porque defender a una madre pobre que grita no es útil ni sexy.

Y luego están los vientres de alquiler. El relato hegemónico dice: “Ella lo hace por voluntad propia”. Pero nadie explica por qué esa voluntad casi siempre nace de la necesidad. Se transforma la gestación en un servicio y al bebé en un producto entregado al deseo adulto. La mujer que gesta no es madre, dicen, solo “vehículo”. Y parte del feminismo calla. O peor, justifica. Como si criticar la mercantilización del cuerpo femenino fuera conservador. Como si decir “esto le duele al bebé” fuera retrógrado. Como si toda elección fuera libre solo porque alguien firmó un contrato. ¿Desde cuándo el consentimiento firmado bajo precariedad es emancipador? ¿Y quién se preocupa de ese hijo que estará semanas esperando escuchar el corazón de su madre? Parece que casi nadie.

La madre es quien gesta. Si tú no sabes, los niños sí. Ellos saben quién es su madre. Conocen la voz de quien los llevó en su vientre.

Lo mismo ocurre con las niñas madres. En muchos países se permite que una niña se case con el consentimiento de sus padres. Es decir, se legaliza el abuso. Y cuando esa niña queda embarazada, su maternidad no se menciona. Se convierte en estadística. Y el feminismo global, demasiado ocupado en no parecer imperialista, guarda silencio para no “imponer valores occidentales”. No vaya a ser que denunciar la pederastia se confunda con colonialismo moral. Mientras tanto, esas niñas paren en silencio y quedan fuera del relato.

La violencia obstétrica es otro punto que sigue siendo ignorado por los discursos que critican al patriarcado pero no al médico (hombre o mujer) con ego de dios que grita “¡puja!” como si estuviera dirigiendo un reality. Y las madres con hijos con discapacidad, o con enfermedades crónicas, o con necesidades especiales, viven fuera de toda agenda. Nadie las incluye en los debates sobre salud mental, ni en las estadísticas de carga de cuidados. No tienen hashtag.

El mito de la supermujer, esa que lo puede todo sin despeinarse, ha hecho más daño que muchos enemigos declarados. Se espera que trabajes como si no tuvieras hijos y que críes como si no tuvieras trabajo. Que emprendas. Que medites. Que publiques tu experiencia con filtro y branding. Pero la maternidad real no cabe en Instagram. No vende.

El aborto legal, seguro y gratuito puede ser considerado una conquista necesaria para algunas mujeres, pero no puede ser la única conversación sobre maternidad. No puede ser que el mensaje sea: “si decidiste tenerlo, ahora arréglate sola”. No puede ser que las mujeres madres se conviertan en una sombra incómoda, y casi ilegal, para campañas que prefieren hablar de “personas gestantes” y no de hembras paridas concretas, con cuerpos, necesidades e historias. No puede ser que defender el derecho a no ser madre sea progresista, pero defender el derecho a serlo bien, con apoyo y con dignidad, sea considerado conservador.

No se trata de atacar a los feminismos. Se trata de exigirles que miren más lejos. Que las feministas de salón se saquen las gafas de clase, de estética y de academia. Que entiendan que sin madres no hay futuro. Que no somos el daño colateral de la emancipación, ni la consecuencia inevitable de un mal cálculo anticonceptivo. Que no somos ángeles, ni monstruos, ni mártires. Somos mujeres. Sujetos políticos. Y estamos hartas de no estar invitadas a la conversación.

El feminismo que no sabe mirar a las mujeres que hemos parido no es incompleto: es cómodo. Y la comodidad nunca ha sido revolucionaria.


Isabel Salas



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