Reflexión sobre el sentido de pertenencia más allá de los lugares, explorando cómo las relaciones y recuerdos forjan nuestra identidad emocional.
Tengo
un amigo que siempre me decía que yo era la única persona, que él
conocía, sin sentido de pertenencia. Pasamos muchas horas hablando sobre
eso y nuestra percepción del asunto fue mudando a lo largo del tiempo.
Al
principio, yo le decía, medio en broma medio en serio, que él conocía
muy poca gente y que seguramente habría muchas personas con ese mismo
sentimiento de desarraigo que tengo yo; personas que a pesar de ser muy
conscientes de cual es su ciudad natal y cuales las calles donde
aprendieron a jugar, a andar en bicicleta o a patinar, se sienten, al
crecer, bien en cualquier lado.
Durante
los primeros meses de nuestra amistad, él siempre me preguntaba si yo
sentía falta de mi tierra y yo siempre le respondía que no, que todo
seguía allí y que no estaba perdido como cuando una persona se muere y
sabemos que nunca más podremos abrazarla. Los lugares que yo había amado
en mi infancia y que todavía amaba, seguían allí y eso me bastaba.
Hasta hoy siguen y hasta hoy me basta.
Después
de muchos años de amistad, en los que ambos nos mudamos en diferentes
momentos para diferentes ciudades, él dejó de preguntarme y pocas veces
volvimos a tocar en el asunto. Concluyó, porque es un gran amante de las
conclusiones y los veredictos, que yo era una persona sin sentido de
pertenencia pero que eso no le impedía amarme.
Nuestra
amistad, como todas las amistades, sufrió transformaciones a lo largo
de los años, por un tiempo dejó de ser sólo amistad para ser eso que
llaman amistad colorida y fue hermoso. Después el color desapareció con
la distancia impuesta por las circunstancias personales de cada uno y
volvimos a ser sólo amigos, si es que se puede ser solamente amigos,
pues la amistad es un "todo" precioso que siempre abarca muchísimo más
de lo que suponemos.
Anoche
no conseguía dormir debido a la muerte de una persona que durante unos
años fue mi cuñada y de quien tengo muy buenos recuerdos. Pensé en sus
padres, ya fallecidos los dos, a los que tanto quise, pensé en el dolor
de su familia y en el de todos los que la amaron, en la fugacidad de la
vida y en todas esas cosas que pensamos cuando alguien amado se va, y
lloré mucho.
Soy
muy llorona y es fácil que por diversos motivos me salgan unas
lagrimitas rápidas ante eventualidades de la vida, Pero llorar así a
todo volumen, con mocos y sollozos, es raro. Ese llanto está reservado
para momentos que me superan. Sólo sale de forma espontanea cuando el
motivo es realmente de esos que tocan mi alma, y siempre me pilla de
improviso, como si ni yo misma supiera qué es lo que realmente me
importa hasta que se hace evidente.
La
muerte de mi cuñada me movió muchas cosas. Me trajo a la memoria mis
años de casada, los cumpleaños de mi suegro, las risas en una cocina de
Santo André, la pasión de mi suegra por las novelas y la de mi suegro
por el curry. Me transportó a Campinas, a los fines de semana en que
nuestras dos familias se juntaban y recordé su generosidad, siempre
dispuesta a servir la mejor comida y a salir al mercado las veces que
hiciera falta para buscar cualquier cosa que hiciese la estancia en su
casa más agradable.
Recordé
también la forma en que ella conducía en aquel tráfico enloquecido de
São Paulo, en aquella época en la que no había GPS y conducir en Sampa
era para pocos, y temerarios, elegidos. Terminé sonriendo por tantos
buenos recuerdos y tantas memorias entrañables que parecían venir desde
el pasado a darme esos abrazos que siempre necesito cuando el llanto me
desborda, y en seguida, necesité hablar con alguien.
En
mi teléfono tengo algunas personas (pocas) a las que puedo llamar a
cualquier hora del día o de la noche en caso de necesidad y que sé que
no se van a molestar conmigo, pero por alguna extraña asociación de
ideas pensé que la mejor opción era mi amigo aquel que siempre me
reprochó, entre bromas, ser esa persona extraña sin sentido de
pertenencia.
Él
siempre me escucha cuando le hablo de cualquier asunto y anoche no fue
diferente, me dejó hablar, llorar y desahogarme antes de decir cualquier
cosa. Me supo hacer reír y, como siempre, me hizo sentir importante y
bienvenida.
Hablamos
mucho, intercambiamos noticias y al final me dijo algo que me
sorprendió y que yo misma jamás habría pensado, afirmó que la
pertenencia tiene dos maneras de manifestarse, una, de esa manera común y
no por eso menos hermosa, de sentirnos parte de un país o una región y
otra, rara e incomún gracias a la cual, nos arraigamos en las personas
que por un tiempo, mayor o menor, forman parte de nuestra vida, nos
damos a ellos, les dejamos pedacitos nuestros y al mismo tiempo nos
apropiamos de parte de su esencia y nos la llevamos para siempre con
nosotros.
Como pasó con él y conmigo, o como sucede con las personas que amamos a lo largo del camino.
Él
me dijo que después de tantos años de conocernos, y tras un "largo
estudio" 😄, había llegado a la conclusión de que en realidad, sí tengo
sentido de pertenencia, pero de esa pertenencia dos punto cero donde lo
que importa no son los lugares ni la distancia, sino el espacio
precioso que las personas ocupan en nuestros corazones y el que ocupamos
en los de ellas.
Te pertenece aquello que amas, simplemente.
Nos pertenece lo que amamos, pertenecemos a quienes nos aman.
Me
dormí tranquila, mucho menos sola y más feliz, invadida por esa
gratitud perfecta que me embarga cuando la vida me regala alguien que
tiene siempre las palabras perfectas para mí.
Gracias,
amigo, por pertenecerme como yo te pertenezco y mostrarme que el amor,
como la amistad o los diamantes, puede tener mucho colores y formas, y
es, siempre, indestructible.
Isabel Salas
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