Decir que la prostitución es un trabajo es como decir que vender un órgano es una transacción comercial voluntaria. Total, uno tiene dos riñones y puede “elegir” deshacerse de uno para pagar el alquiler.
La única forma de defender la prostitución como “trabajo” es aceptar una visión mutilada del ser humano. No hay otra. Para que tenga sentido hablar de “trabajo sexual”, hay que aceptar que es posible que una persona se fragmente en pedazos: el cuerpo por un lado, la voluntad por otro, el deseo tirado al cubo de la basura, la mente en un spa, el asco distraído, el miedo adormecido y la vergüenza anestesiada.
Como si uno pudiera convertir los genitales en herramienta sin tocar la psique. Como si fuera posible ofrecer el cuerpo sin que eso tenga consecuencias en lo que somos. Como si se pudieran sentir las manos y las babas de un extraño en la propia piel sin sentir repugnancia. Spoiler: no se puede. El cuerpo somos nosotros. No tocan nuestro cuerpo, nos tocan.
Cuando nos golpean, decimos “me han pegado”, no “han dañado mi cuerpo”. Y eso por sí mismo desmonta la narrativa absurda de que el cuerpo puede separarse del sujeto, y ser analizado aparte como si uno fuera el chófer y el otro el coche. No. Es uno. Es unidad.
La mayoría de culturas, filosofías y religiones —desde los griegos hasta los derechos humanos— tienen una idea en común: que las personas no son cosas. Que no somos solo piel, carne o hueso. Somos unidad. Cuerpo, mente, voluntad, identidad. Incluso quienes niegan el alma entienden que la dignidad humana no depende de lo que vendes, sino de lo que no debería poder comprarse.
Sin embargo cuando hablamos de prostitución, todo eso se suspende. Se permite, de pronto, pensar que hay gente que puede alquilarse por horas sin dejar de ser persona. Gente que puede ser penetrada como servicio y salir ilesa. Hay un nivel de disociación brutal cuando se debate este tema.
Y encima los defensores de la prostitución como trabajo hablan de “libertad”. Esto supera pulpo como animal de compañía cuando jugamos al trivial, es aceptar que ser rehén es una forma de alojamiento temporal. Hay comida y techo, no hay diferencia con el Airbnb. Pero no es un juego, es la vida.
Los defensores del “trabajo sexual” también saben que el cuerpo no es un objeto ajeno, es la persona misma. Y si eso es cierto para ellos, ¿por qué no lo sería para una mujer prostituida?
No, no es “uso del cuerpo” como el de un atleta o un albañil. Un deportista usa su fuerza. Un obrero transforma el entorno. Una mujer prostituida no transforma nada. Es transformada. Se adapta al ritmo, al deseo, al humor del otro. Actúa. Finge. Se desconecta para aguantar, como cualquier mujer sometida a una relación indeseada, y la disociación emocional no es empoderamiento. Es trauma. Es la forma en que la mente se protege cuando no puede salir corriendo.
El argumento de la libertad también es una trampa. Porque hay libertades que no se celebran, se lamentan. ¿Alguien aplaude la libertad de vender un órgano para pagar el alquiler? ¿O la de alquilar el útero por miseria? Claro que no. Sabemos que la necesidad no es sinónimo de elección. Sabemos que hay contextos donde el consentimiento se parece demasiado a la rendición.
No se puede hablar de “trabajo sexual” sin aceptar que, para ciertos cuerpos, la categoría de persona es opcional. Que hay seres humanos que pueden desconectarse como si fueran máquinas, fingir placer como si fuera técnica, ceder su carne como si fuera intercambiable. Y que eso deja marcas en la autoestima, en la memoria, en el deseo, en la salud física y mental y en la auto percepción.
No hay forma de vivir una penetración forzada o un manoseo por dinero como si fuera una jornada laboral. No somos una máquina dividida: genitales que se alquilan, emociones que se desconectan, dignidad que se suspende.
Decir que la prostitución es trabajo es pretender que el dolor puede sindicalizarse. Que la entrega física puede reglamentarse sin volverse explotación. Que se puede simular placer sin erosionar el propio deseo. Que se puede prestar el cuerpo sin hipotecar el alma y la mente.
No, la prostitución no es trabajo. Es desprecio a la mujer en su conjunto, pero un desprecio con recibo. Es la renuncia forzada a la libertad más básica: no ser tratada como cosa.
Y eso lo entiende cualquiera, por instinto moral, sin necesidad de teoría política. La ilusión de que el consentimiento, en un contexto de vulnerabilidad, equivale a libertad real es una burla a la razón y a la ética.
Ni voy a hablar hoy de los usuarios de las prostitutas, ellos ni siquiera merecen compartir con ellas estos párrafos.
Isabel Salas
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