Hace días leí una frase de Rudolf Steiner que me hizo pensar durante horas. La frase dice: "Quien no conoce el alma humana en profundidad puede convertir el bien en veneno sin quererlo." Una frase corta y sencilla que encierra un mundo, como tantas de las que dejó en sus libros. Leer a Steiner me recordó leer a José Ingenieros en El hombre mediocre, páginas de sabiduría que no importa por dónde las abras ni qué párrafo elijas... siempre habrá algo importante e impactante a lo que dedicar horas de reflexión. Lejos de ser simples frases, ambos condensan en ellas profundas lecciones de vida.
Con esta frase en concreto, a la que hago referencia al inicio del texto, puedo decir que he tenido la experiencia personal de comprobarlo. Movida por un impulso sincero de ayudar, en más de una ocasión me he lanzado a asistir a otros sin poseer aún el conocimiento claro, ni la madurez necesaria, no sólo del alma humana sino del tema en concreto que afligía a esa persona, fuera, económico, legal o moral. No siento culpa por ello, pero sí valoro un aprendizaje que ha calado hondo: el impulso de ayudar, cuando nace solo del entusiasmo y no de un conocimiento profundo, puede terminar alimentando precisamente aquello que se pretende combatir.
Cuando lo descubres, duele. No porque la acción haya sido malintencionada, sino porque fue prematura. Steiner lo comprendía con compasión: el querer ayudar sin haber trabajado primero en uno mismo a menudo fortalece las mismas fuerzas que esclavizan al otro. Así de sencillo y así de grave. Dicho con otras palabras en otro de sus libros, quien no conoce el alma humana puede, aun con la mejor intención, envenenar lo que quería sanar.
Este fenómeno es más frecuente de lo que percibimos ya que el sufrimiento ajeno despierta espontáneamente en todos el deseo de intervenir, de aportar luz, de ofrecer apoyo. Y en su raíz, ese impulso es bello. Pero si no está guiado por una verdad probada en la propia vida, como he visto varias veces, el entusiasmo se convierte en ceguera proyectada: se ofrecen palabras que no han sido forjadas en la experiencia, se guían caminos no recorridos hasta el final, se intenta salvar a otros de situaciones que uno mismo aún está aprendiendo a atravesar. Si me obligo a pensar bien, puedo conceder que ese impulso no siempre nace de la vanidad ni la ganancia, sino de la bondad sin estructura, de la urgencia noble pero inmadura. Pero para eso debo hacer un gran esfuerzo porque he visto a muchos "expertos" aconsejando o guiando profesionalmente o no, a otros, al abismo.
Allá ellos con las consecuencias de sus actos y yo de los míos. Me pregunto, ¿qué hacer entonces cuando uno advierte que ha actuado de este modo? Mi respuesta intuitiva es no escondernos de nosotros mismos. Mirar de frente lo que se ha hecho y, sobre todo, no culparse, sino entender y agradecer la lección. Porque ahora se sabe algo que antes se ignoraba: que el amor, para ser eficaz, necesita ser acompañado de sabiduría; que no todo aquel que pide guía, ayuda, dinero o un consejo está listo para recibir lo que está pidiendo, y que no todo aquel que pretende guiar está verdaderamente capacitado para hacerlo. Cuesta mucho hacerlo pero en verdad es valioso.
Por otro lado, me alivia recordar que todo gesto realizado de corazón, aun si fue torpe, es visto en el mundo espiritual. Y allí, además, la intención verdadera que nos lleva a actuar es claramente comprendida. En mi caso, estoy aprendiendo a analizar esos actos pasados y convertir ese análisis en lo más parecido a una oración que sé hacer: "Lo hice con sinceridad, aunque sin claridad. Hoy lo comprendo mejor. Quiero aprender a actuar no solo con buena intención, sino también con conocimiento y verdad."
Este proceso de autotransformación, que imagino que todos vivimos antes o después, nos conduce a una cuestión más profunda aún: el equilibrio entre la responsabilidad madura y la urgencia de la vida. Porque si bien es cierto que no basta la buena intención y que se requiere preparación interior antes de influir en otros, también es verdad que la vida no siempre concede el tiempo necesario para alcanzar una madurez completa en temas concretos. He vivido situaciones en las que actuar, incluso desde la imperfección, era necesario. La exigencia de Steiner, así como la de José Ingenieros en El hombre mediocre, es una invitación a la humildad y a la prudencia pero nunca a la parálisis. Hoy entiendo que no se trata de esperar a ser perfectos antes de movernos, sino de actuar con plena conciencia de nuestros límites, sin arrogancia, y con la disposición de aprender en el camino.
Hoy veo la vida como un campo de prueba permanente. Hay que actuar, vivir, tomar decisiones, sí, pero no de cualquier manera: no desde la ceguera del entusiasmo puro, sino desde una búsqueda honesta de comprensión y profundidad. Y siempre con una voluntad sincera de afinarnos antes de decirles a los demás cómo deben tocar.
No es un error lanzarse a ayudar sin ser del todo capaz. Es un paso natural de quien tiene fuego en el corazón. Los tibios tal vez nunca se la jueguen y se equivoquen menos, pero sin duda prefiero meter la pata corriendo por un prado lleno de agujeros, mientras trato de resolver un drama, que mirar desde la silla o a través de una pantalla como otros actúan, caen y se levantan.
Isabel Salas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.