La afirmación repetida hasta el hartazgo —“la familia es la base de la sociedad”— más que una verdad, es un dogma funcional al orden establecido. La hemos escuchado en todos los contextos y situaciones posibles, pero lo que nunca se explica abiertamente es: ¿qué tipo de familia?, ¿con qué función?, ¿en beneficio de quién? Y no me refiero sólo a si es heterosexual o no, monoparental o no. Mi reflexión va mucho más allá.
La familia patriarcal tradicional —mononuclear, heterosexual, jerárquica, con división rígida de roles y autoridad centralizada en el padre— no parece haber sido diseñada como refugio afectivo, creado espontáneamente a partir de sentimientos y necesidades humanas, sino como unidad de control social, reproducción ideológica y administración económica. Y esto no es algo que se me ocurrió esta mañana mientras lavaba la taza del desayuno. Es una idea que vengo pensando desde hace años.
No es un accidente que el Derecho Civil en particular, y el patriarcado en general, hayan tratado siempre a la familia como una institución regulada al milímetro. La razón de esa aparente protección es muy sencilla: es una célula del Estado, no de la sociedad. Combatirla, o criticarla, como estoy haciendo, no implica en modo alguno abogar por destruir los lazos afectivos o desear la disolución de los vínculos naturales entre personas que se aman, se cuidan, se desean o se necesitan. Implica cuestionar una estructura vertical, coercitiva y reproductora de dominación. Es enfrentarse a un modelo que ha naturalizado la obediencia a la autoridad por el mero hecho del parentesco, que ha servido para imponer roles de género, dividir tareas y perpetuar el dominio masculino primero, y el de “papá Estado” después. Si el primero es cuestionable, el segundo es detestable y temible.
La familia ha justificado la propiedad de los hijos por parte del Estado o del padre, según convenga. Ha operado como agente de vigilancia interna, educando en la docilidad hacia el poder externo. Decir que hay que “cuidar a la familia” suele ser el disfraz del mandato de mantener las cosas como están. Pero si esa familia es una estructura asimétrica de poder que produce sumisión, miedo, violencia y control, ¿realmente hay que cuidarla? ¿O más bien desmontarla pieza a pieza para dejar espacio a otra forma de convivencia más libre y horizontal?
No encuentro valor en preservar lo que sólo sobrevive por la costumbre o el miedo. Lo que no resiste la crítica, no merece tanto respeto y eso debe sonar rarísimo en estos tiempos en que tantos defienden que "todas" las opiniones hay que respetarlas. Si hay que combatir la familia patriarcal por un lado y el patriarcado por el suyo...y hacerlo en serio, no es por capricho ideológico, sino porque su permanencia sigue siendo un obstáculo estructural para la libertad real de muchas personas, tradicionalmente los niños, las niñas y sus madres y hoy ante un estado cada día más fuerte, también los hombres están conociendo el lado oscuro de su fuerza.
Por si no se han fijado, la palabra familia proviene del latín famulus, que significa sirviente o esclavo doméstico. En la Roma antigua, la familia no aludía al conjunto afectivo de padres e hijos, sino al conjunto de personas y bienes bajo la autoridad del pater familias, incluyendo esclavos, esposas e hijos. Era una estructura de dominio patriarcal absoluto, donde la vida y la muerte de sus miembros quedaban al arbitrio del jefe de familia.
Desde ese origen queda claro que la “familia” fue concebida como una unidad de producción, control y obediencia, no como un espacio de libertad o autonomía. Es decir, no ha sido el Estado moderno quien la convirtió en cárcel, sino que el modelo ya nació como jaula social. Lo que ha cambiado es quién tiene la llave: antes el patriarca, hoy el Estado.
Lo que se presenta hoy como “protección estatal de la infancia”, de las mujeres o de los ancianos, es la sustitución de una autoridad por otra, pero el principio jerárquico y controlador permanece intacto. La diferencia es que hoy se reviste de legalismo, psicologismo y retórica de derechos. La historia de las instituciones que nos rigen no es romántica ni neutral, y cuando se revisan sus raíces se desmorona el mito moderno de la “familia protectora” y del “Estado benevolente”. Ambos han sido, con diferentes formas y discursos, estructuras de domesticación del individuo.
La raíz fam- del latín no solo la encontramos en “familia”. Se vincula a un conjunto de palabras que comparten el mismo núcleo de significado relacionado con la servidumbre, la subordinación y la pertenencia al grupo doméstico bajo la autoridad del patriarca.
Famulus significa sirviente, esclavo doméstico. En Roma, el famulus era parte de la casa, pero sin libertad propia. Familiaris originalmente aludía a lo perteneciente a la casa o al servicio doméstico. Más tarde pasó a significar "íntimo" o "de confianza", porque los esclavos que vivían en la casa eran conocidos y “de confianza” del señor. El uso moderno de “familiar” es un eufemismo cultural posterior. Famulatus es el sustantivo latino que se refiere al estado de servidumbre. Famiglia (italiano), famille (francés) o family (inglés) proceden todas del mismo origen.
Aunque el sentido moderno enfatiza los lazos afectivos, la raíz semántica conserva su carga de propiedad y estructura jerárquica. La palabra fámulo (arcaísmo en español) se usaba para referirse a un criado o sirviente. Aunque está en desuso, es la forma más directa en castellano que conserva el significado original.
La palabra familiaridad, aunque hoy se asocie a confianza o trato cercano, también conserva la misma raíz: venía del entorno del dominus y sus famuli. Es decir, la “familiaridad” era el permiso que daba el amo para cruzar ciertas barreras jerárquicas dentro del entorno doméstico. Como puede verse, el núcleo común es el mismo: relación jerárquica, servicio, pertenencia o control, incluso en términos que hoy suenan cálidos o positivos. El lenguaje conserva huellas claras del orden de dominación sobre el que se construyeron nuestras instituciones sociales.
Famélico también tiene una conexión cercana. Proviene del latín famelicus, que a su vez deriva de fames (hambre). Aunque no proceda directamente de famulus, comparte la carga semántica: el famélico era casi el estado natural del sirviente o esclavo doméstico. Sin propiedad, sin autonomía, dependiendo del amo hasta para comer.
En definitiva: famélico, famulus, familia… todas orbitan alrededor de una realidad material de control, necesidad y dependencia. No son solo palabras: son reflejos lingüísticos de una organización social basada en la sumisión estructural.
El lenguaje, si se le mira de cerca, no perdona.
A lo mejor lo carga el mismo diablo que fundó el Juzgado de familia.
Isabel Salas
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