Vivimos en una época muy peculiar: la del capitalismo con cara de conciencia. Y la conciencia, como la paloma que soltó Moisés después del diluvio, también trae una ramita en el pico. Hoy basta con que un producto lleve una hojita dibujada o una etiqueta color tierra para que te sientas parte de algo superior. No hace falta entender cómo funciona el sistema ni cuestionar quién lo sostiene. Con cambiar de marca, alcanza. Compras el mismo detergente, pero ahora dice "eco-friendly", y de golpe ya no estás lavando ropa: estás salvando el planeta.
La idea es seductora. Tiene ritmo, es fácil de recordar y huele bien. Literalmente. Porque todo lo “verde” viene perfumado de bosque y tipografías suaves, como si el planeta pudiera curarse con un jabón biodegradable o una tote bag con frase inspiradora. Lo importante no es lo que compras, sino lo que crees que estás haciendo cuando lo haces. Y tú crees que haces algo bueno. O al menos, mejor.
Pero el mundo no se salva desde un carrito de compras. Y lo sabes. Lo sabes cuando apagas el documental y sigues scrollando, cuando lees sobre incendios y microplásticos y luego eliges yogur con envase compostable como si eso hiciera alguna diferencia. Lo sabes, pero necesitas creer que algo depende de ti. Porque si no, ¿qué queda? ¿Enfrentarse a los políticos y a las grandes corporaciones que están favoreciendo este desastre? ¿La impotencia al comprender quienes se benefician cuando desaparece un bosque y "aparece una mina"? ¿Obligarte a creer que los molinos eólicos son más verdes que los olivos?
Entonces eliges creer. Te tragas el discurso como se tragan las pastillas que no curan, pero calman. Aquellas que venden en l farmacia cerca de la casa de Sabina, las de no soñar. Y otras que vienen disueltas el zumo orgánico, las de no preguntar.
Porque el consumo verde no es un acto político: es un placebo emocional. No está diseñado para modificar el sistema, sino para anestesiar tu conciencia. No te invitan a consumir menos, ni a rebelarte, ni a exigir responsabilidades. Te ofrecen otra cosa: la tranquilidad de seguir igual, pero con mejor envoltorio y con la conciencia tranquila de quien sabe que está "haciendo su parte".
Te dicen que compres distinto, no que vivas distinto. Que elijas otra botella, no otro modelo de sociedad. Que pongas tu esperanza —y tu dinero— en marcas que han aprendido a venderte no soluciones, sino absoluciones.
Es brillante. En vez de frenar el consumo, lo reconfiguran. Lo convierten en identidad, en virtud, en pertenencia. Ya no importa cuánto consumes, sino cómo lo consumes. Y si es con la etiqueta correcta, entonces estás del lado bueno de la historia. O eso te dicen. Y tú lo repites.
La culpa es un gran negocio. Y la ecológica, más. Porque es silenciosa, constante, y no necesita pruebas. Te la activan con imágenes de osos polares y niños descalzos, y te la calman con un desodorante sin aluminio. Así, el sistema te golpea con una mano y te consuela con la otra. Es un abuso emocional empaquetado en celulosa reciclada.
¿Y mientras tanto? Las grandes corporaciones siguen. Los océanos se llenan de basura. Los bosques se talan. Las emisiones no disminuyen porque tú cambiaste de champú. Porque tú no eres el problema. Pero te hacen sentir que haces algo. Aunque sea simbólico. Aunque sea insuficiente.
La trampa está ahí: en convencerte de que la solución está en tu carrito y no en los tratados internacionales que nunca se firman, ni se cumplen aunque se firmen. En los subsidios a industrias contaminantes que nadie menciona, en los gobiernos que legislan para las petroleras mientras tú eliges entre dos botellas con distinta paleta de verdes.
No es casual que todo esto funcione. Está cuidadosamente calculado. Los ingenieros sociales nos conocen muy bien. Las campañas no apelan a la razón. Apelan al miedo, a la necesidad de pertenencia, al deseo de estar a salvo —aunque sea solo moralmente. Porque si compras lo correcto, entonces no eres como los otros. No eres como ese que sigue usando bolsas plásticas o come carne en envases de unicel. Tú eres mejor. O al menos, te lo parece.
Pero la verdad es incómoda. No hay consumo, o falta de consumo, que salve al mundo. No hay elección individual que compense la inacción estructural. No hay tote bag que limpie océanos. Lo que hay es un sistema que encontró la forma perfecta de seguir igual mientras te convence de que tú estás cambiando algo.
Y eso, dicho sin poesía ni tipografía amigable, es la famosa cuesta abajo sin frenos por la ladera de una montaña de la Cordillera del Basural. Una de tantos ochomiles donde se pierden los alpinistas.
Al menos sus deditos son biodegradables. Disculpen el humor inclusivo.
Isabel Salas
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