sábado, 11 de octubre de 2025

COMPRA VERDE Y REZA EN SILENCIO


Vivimos en una época muy peculiar: la del capitalismo con cara de conciencia. Y la conciencia, como la paloma que soltó Moisés después del diluvio, también trae una ramita en el pico. Hoy basta con que un producto lleve una hojita dibujada o una etiqueta color tierra para que te sientas parte de algo superior. No hace falta entender cómo funciona el sistema ni cuestionar quién lo sostiene. Con cambiar de marca, alcanza. Compras el mismo detergente, pero ahora dice "eco-friendly", y de golpe ya no estás lavando ropa: estás salvando el planeta.

La idea es seductora. Tiene ritmo, es fácil de recordar y huele bien. Literalmente. Porque todo lo “verde” viene perfumado de bosque y tipografías suaves, como si el planeta pudiera curarse con un jabón biodegradable o una tote bag con frase inspiradora. Lo importante no es lo que compras, sino lo que crees que estás haciendo cuando lo haces. Y tú crees que haces algo bueno. O al menos, mejor.

Pero el mundo no se salva desde un carrito de compras. Y lo sabes. Lo sabes cuando apagas el documental y sigues scrollando, cuando lees sobre incendios y microplásticos y luego eliges yogur con envase compostable como si eso hiciera alguna diferencia. Lo sabes, pero necesitas creer que algo depende de ti. Porque si no, ¿qué queda? ¿Enfrentarse a los políticos y a las grandes corporaciones que están favoreciendo este desastre? ¿La impotencia al comprender quienes se benefician cuando desaparece un bosque y "aparece una mina"? ¿Obligarte a creer que los molinos eólicos son más verdes que los olivos?

Entonces eliges creer. Te tragas el discurso como se tragan las pastillas que no curan, pero calman. Aquellas que venden en l farmacia cerca de la casa de Sabina, las de no soñar. Y otras que vienen disueltas el zumo orgánico, las de no preguntar.

Porque el consumo verde no es un acto político: es un placebo emocional. No está diseñado para modificar el sistema, sino para anestesiar tu conciencia. No te invitan a consumir menos, ni a rebelarte, ni a exigir responsabilidades. Te ofrecen otra cosa: la tranquilidad de seguir igual, pero con mejor envoltorio y con la conciencia tranquila de quien sabe que está "haciendo su parte".

Te dicen que compres distinto, no que vivas distinto. Que elijas otra botella, no otro modelo de sociedad. Que pongas tu esperanza —y tu dinero— en marcas que han aprendido a venderte no soluciones, sino absoluciones.

Es brillante. En vez de frenar el consumo, lo reconfiguran. Lo convierten en identidad, en virtud, en pertenencia. Ya no importa cuánto consumes, sino cómo lo consumes. Y si es con la etiqueta correcta, entonces estás del lado bueno de la historia. O eso te dicen. Y tú lo repites.

La culpa es un gran negocio. Y la ecológica, más. Porque es silenciosa, constante, y no necesita pruebas. Te la activan con imágenes de osos polares y niños descalzos, y te la calman con un desodorante sin aluminio. Así, el sistema te golpea con una mano y te consuela con la otra. Es un abuso emocional empaquetado en celulosa reciclada.

¿Y mientras tanto? Las grandes corporaciones siguen. Los océanos se llenan de basura. Los bosques se talan. Las emisiones no disminuyen porque tú cambiaste de champú. Porque tú no eres el problema. Pero te hacen sentir que haces algo. Aunque sea simbólico. Aunque sea insuficiente.

La trampa está ahí: en convencerte de que la solución está en tu carrito y no en los tratados internacionales que nunca se firman, ni se cumplen aunque se firmen. En los subsidios a industrias contaminantes que nadie menciona, en los gobiernos que legislan para las petroleras mientras tú eliges entre dos botellas con distinta paleta de verdes.

No es casual que todo esto funcione. Está cuidadosamente calculado. Los ingenieros sociales nos conocen muy bien. Las campañas no apelan a la razón. Apelan al miedo, a la necesidad de pertenencia, al deseo de estar a salvo —aunque sea solo moralmente. Porque si compras lo correcto, entonces no eres como los otros. No eres como ese que sigue usando bolsas plásticas o come carne en envases de unicel. Tú eres mejor. O al menos, te lo parece.

Pero la verdad es incómoda. No hay consumo, o falta de consumo, que salve al mundo. No hay elección individual que compense la inacción estructural. No hay tote bag que limpie océanos. Lo que hay es un sistema que encontró la forma perfecta de seguir igual mientras te convence de que tú estás cambiando algo.

Y eso, dicho sin poesía ni tipografía amigable, es la famosa cuesta abajo sin frenos por la ladera de una montaña de la Cordillera del Basural. Una de tantos ochomiles donde se pierden los alpinistas.

Al menos sus deditos son biodegradables. Disculpen el humor inclusivo.

Isabel Salas


jueves, 2 de octubre de 2025

DE SIERVO A CIUDADANO

El truco de magia jurídico que sostiene la esclavitud moderna. 

 Durante siglos —o tal vez desde siempre— los seres humanos hemos sido administrados, no gobernados. La historia oficial, en su versión edulcorada, repite que hemos conquistado derechos, que la ciudadanía nos liberó de la servidumbre feudal, que hoy somos sujetos autónomos gracias al Estado de derecho. Pero basta escarbar un poco para ver el truco: la figura del ciudadano no es otra cosa que una actualización del siervo, revestida con lenguaje jurídico moderno.

En el sistema feudal el siervo no tenía propiedad, ni derechos, ni movilidad. Estaba ligado a la tierra y subordinado a la voluntad de su señor. Solo los nobles y el clero podían desplazarse con libertad. El siervo —como hoy el ciudadano— existía únicamente en función del poder que lo registraba.

Más adelante, con la aparición de los Estados-nación y las revoluciones burguesas, se nos vendió la idea de que el pueblo se convertía en soberano. En realidad, lo que se produjo fue una reconfiguración administrativa del control. Se abandonó el látigo y se implementaron mecanismos más sofisticados: registro civil, DNI, número de seguridad social, pasaporte y consentimiento pasivo. A cambio de obediencia, se ofrecieron derechos.

La ciudadanía no es libertad. Es una condición jurídica otorgada por la misma estructura que impone tus obligaciones. Seguimos atados a la tierra como antes. En el pasado necesitabas una carta del señor feudal para poder viajar; hoy se llama pasaporte. Es el mismo principio bajo otro nombre: no puedes moverte si no estás registrado y autorizado. El pasaporte es el dispositivo moderno que confirma que la tierra no es tuya y que tú no eres libre para recorrerla.

El engaño funciona porque está bien diseñado. A los de abajo se les conceden derechos —a la salud, a la educación, a la vivienda— pero no como garantías reales, sino como permisos condicionados: tienes derecho si pagas impuestos, si obedeces las leyes, si te dejas administrar. Si no, se te revocan.

Mientras tanto, los de arriba ni siquiera figuran como ciudadanos. Operan con privilegios: fueros, inmunidades, exenciones fiscales, pasaportes especiales, jurisdicciones propias. Tienen acceso a servicios que no están regulados ni supervisados por los mismos mecanismos que afectan al resto. No mendigan derechos: ejercen libertades reales. Libertad de movimiento, de evasión fiscal, de uso de información privilegiada, de imposición ideológica o económica sin rendir cuentas.

Uno de los instrumentos más eficaces para atrapar desde la base es el llamado “derecho a la identidad”. En apariencia, es un avance: el niño tiene derecho a tener nombre, nacionalidad, pertenencia. En la práctica, es el primer anzuelo jurídico que lo introduce en la maquinaria del Estado. Desde ese momento, ya no es un ser humano libre con vínculos naturales y espirituales. Pasa a ser un sujeto jurídico, numerado, obligado, tributable, representable, sustituible.

Ese niño, como el adulto que será, no ejercerá libertad. Vivirá reclamando derechos. Y al hacerlo, estará aceptando que necesita permiso para vivir dignamente.

Algunos disidentes creen que pueden escapar de esta red apelando al derecho natural. Hablan de haber nacido vivos, de no consentir ser personas jurídicas, de presentarse como seres humanos soberanos. Pero el sistema no responde a códigos filosóficos ni morales: responde al registro y a la obediencia. Si no estás registrado, no existes. Si no inscribes a tus hijos, te conviertes en sospechoso. Si rechazas el marco legal, te vuelves intervenible.

Todo ese cuento sobre la transición del siervo al ciudadano fue, y sigue siendo, una jugada maestra. Nos ofrecieron derechos para que dejáramos de hablar de poder. Nos ofrecieron soberanía para que renunciáramos a la autonomía. Y lo más perverso: nos hicieron creer que pedir derechos es ser libre, y que cada derecho "conquistado" es un paso hacia la libertad.

Si nos dan a elegir entre tener razón y tener paz, algunos elegirán tener razón. Otros simplemente querrán paz. Pero tal vez solo es verdaderamente libre quien no necesita que el sistema lo reconozca para saberse válido.

Y esa libertad no encaja en ninguna casilla del registro. Por eso no la conceden.
Por eso la rechazan.

Isabel Salas 

 

COMPRA VERDE Y REZA EN SILENCIO

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