lunes, 1 de septiembre de 2025

EL (INSOPORTABLE) NIÑO INTERIOR

Princi-pan, el eterno niño interior.

 

El Principito no tiene la culpa. Lo usamos de chivo expiatorio, pero el pobre nunca pidió ser el emblema global del infantilismo emocional. A él lo escribieron como un cuentecito  insulso, y terminó convertido en el tótem de una religión blanda que canoniza la inmadurez y transforma la ñoñería en dogma.

La maquinaria emocional moderna encontró en ese niño de cabellos dorados una mina de oro. Un pequeño oráculo que, con frases azucaradas y lógica difusa, habilitó una de las mayores estafas culturales de nuestro tiempo: la glorificación del “niño interior” como fuente de sabiduría y brújula moral. Y así, de la mano de terapeutas con voz suave y bibliografía motivacional, el adulto contemporáneo fue domesticado. Primero emocionalmente. Luego políticamente.

Porque crecer se volvió pecado. Madurar, traición. La adultez dejó de ser una conquista y se convirtió en un trauma pendiente. Y en ese terreno fértil, brotó la industria del autoabrazo: retiros espirituales para perdonarte por vivir, cursos para sanar tus bloqueos vibracionales, terapias para reconciliarte con un niño (interior) que nunca pidió tanta atención.

El truco es redondo: primero hacerte entender que tienes un niño dentro lleno se traumas y a seguir te enseñan a decretar. Pide lo que deseas con firmeza, conecta con el universo, visualiza tu nueva vida. Cuando eso no pasa —y nunca pasa—, no cuestiones el método. Cuestiónate a ti. Fallaste tú. No vibraste bien. No te amaste suficiente. El problema no es estructural, es emocional. No consigues decretar correctamente como el universo manda, 

Compra otro curso. Paga otro taller. Aprende a perdonarte por no manifestar lo que mereces. El universo no consigue conspirar a tu favor porque no lo estás haciendo bien.

Y así, entre decreto y decreto, el adulto se convierte en consumidor eterno de su propia carencia. No consigue pensar ni organizarse racionalmente para salir de una situación que le desagrada. No actúa. Solo gestiona emociones como si fueran acciones políticas. Su lucha es interna. Su revolución, terapéutica. Su único enemigo: el trauma no resuelto de los ocho años.

En el fondo, el infantilismo contemporáneo no es ingenuidad: es estrategia. Un adulto infantilizado es oro puro para el mercado y para el Estado. No reclama. No molesta. Se concentra en su chakra bloqueado mientras el sistema afina su maquinaria.

Pero no se trata solo de emociones mal administradas: se trata de una forma deliberada de anular la capacidad de crítica. Este nuevo adulto no solo evita el conflicto: lo teme. No solo rechaza el debate: lo percibe como una agresión personal. Ha sido entrenado para interpretar la realidad no como estructura, sino como espejo emocional. Cualquier crítica al sistema es leída como un ataque a su autoestima. Cualquier análisis estructural, como una mala vibra.

Y mientras tanto, el Estado de Derecho —ese conjunto de normas y aparatos que debería garantizar libertades, pero que cada vez funciona más como mecanismo de contención y control— se consolida en silencio. Amparado por el ruido de las emociones y el mercado de la autoayuda. Porque no hay nada más funcional al poder que una población sentimentalmente neutralizada, convencida de que “lo importante es sanar” y que la injusticia estructural puede resolverse con gratitud y afirmaciones diarias.

Los manuales de autoayuda nos han convencido de que la política está dentro de uno. Que la libertad empieza en el “amor propio”. Que la revolución es vibrar alto. Una visión profundamente conservadora, vestida de espiritualidad color pastel. No hay necesidad de lucha, ni de organización, ni de conflicto colectivo. Solo debes conectar con tu “verdad interior” y todo cambiará.

Pero el mundo no cambia porque una masa de adultos haga journaling. El mundo cambia cuando esa masa se convierte en sujeto político, capaz de identificar estructuras de poder, de nombrarlas sin eufemismos y de enfrentarlas sin pedir permiso a su niño herido.

La sentimentalización de la vida adulta ha logrado lo que ninguna dictadura consiguió: que millones de personas se autocensuren sin necesidad de represión externa. ¿Quién necesita vigilancia, cuando la autocorrección emocional funciona tan bien? ¿Quién necesita policía del pensamiento, si el propio individuo evita pensar en lo que puede alterar su “equilibrio vibracional”?

Mientras tanto, los adultos funcionales —esos que deberían estar leyendo legislación, organizando redes de resistencia, auditando a sus gobernantes— están ocupados buscando “propósito” o compartiendo frases edulcoradas de El Principito en redes sociales. Y no por maldad o estupidez, sino porque han sido entrenados para ver la vida como una cuestión emocional y no política.

La pedagogía sentimental ha sustituido a la educación crítica. Nos enseñaron a “sentir lo esencial” en lugar de comprender lo estructural. A declarar que eres responsable por aquello que conquistas. A decretar prosperidad en vez de exigir justicia redistributiva. A perdonarnos antes de responsabilizarnos. A mirar hacia dentro… justo cuando más deberíamos estar mirando hacia afuera.

Y esto no es casualidad.

El sujeto infantilizado no cuestiona las lógicas del Estado moderno. No se pregunta por los límites reales de su autonomía, ni por los intereses que se esconden detrás de ciertos derechos “indisponibles”. Porque para interrogar al Leviatán, primero hay que dejar de jugar con unicornios emocionales.

No estamos diciendo que sanar no importe. Pero hay un momento para todo. Y la política no puede esperar a que todos resolvamos nuestras heridas emocionales. Porque mientras uno intenta alinear su chakra, el mercado sigue acumulando poder. Y mientras uno busca a su niño interior, el Estado negocia con su libertad.

Es hora de recordar que la adultez no es una trampa, ni un trauma, ni una carga. Es una posición política. Y que sólo desde allí se puede disputar el poder real.

Por eso, sí, perdonemos al Principito. El pobre no eligió ser símbolo de este delirio. Pero no seamos tan indulgentes con nosotros mismos. Porque el precio de tanta terapia emocional mal digerida es alto: pagamos con nuestra capacidad de análisis, con nuestra voluntad colectiva, con nuestra ciudadanía.

No se trata de negar el valor de lo emocional. Se trata de dejar de usarlo como excusa para no actuar. El dolor personal no desaparece decretando, ni la injusticia se disuelve meditando. Lo esencial no es invisible: se ve clarito si miras bien. Así identificarás a los amigos que no le convienen a tu hijo o a esa vendedora que te sonríe para venderte productos de mala calidad.

Así que basta de frases de autoayuda y de decretos fallidos. Es hora de pensar. De organizarnos. De hablar claro. Porque si no recuperamos el pensamiento crítico, nos quedaremos atrapados en una infancia emocional perfectamente decorada y  estratégicamente diseñada para que no toquemos el sistema.

Y entonces sí, será demasiado tarde para crecer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

COMPRA VERDE Y REZA EN SILENCIO

Vivimos en una época muy peculiar: la del capitalismo con cara de conciencia. Y la conciencia, como la paloma que soltó Moisés después del...