sábado, 30 de noviembre de 2024

Mis extrañas charlas con la IA, CAPITULUS VII

  El latín como lengua de control: análisis comparativo con lenguas eslavas


I. INTRODUCCIÓN

La hipótesis que exploramos es clara: el latín no fue una lengua natural, sino un artefacto lingüístico construido a partir de estructuras gramaticales importadas —probablemente de origen eslavo antiguo o iranio— y completado con vocabulario local del Lacio, sabino y etrusco. Su objetivo no era la expresión del alma, sino el control jurídico y político. En este análisis, comparamos su estructura con las lenguas eslavas, particularmente el ruso, para evidenciar la naturaleza técnica, no orgánica, del latín.

II. DECLINACIONES Y CASOS

  1. Latín:

    • Tiene seis casos gramaticales: nominativo, genitivo, dativo, acusativo, ablativo y vocativo.

    • Declina sustantivos, adjetivos y pronombres según género (masculino, femenino, neutro), número (singular, plural) y caso.

    • Orden oracional libre, pero generalmente SVO (sujeto-verbo-objeto), con énfasis en la función sintáctica más que en la relación emocional o espiritual.

  2. Ruso (y lenguas eslavas):

    • También posee seis casos principales: nominativo, genitivo, dativo, acusativo, instrumental, prepositivo.

    • Sistema de declinación muy similar: sustantivos con género, número y caso, y flexiones complejas.

    • Orden oracional flexible, uso enfático de las formas.

Coincidencia estructural: Ambas lenguas privilegian una estructura gramatical de alta precisión funcional, basada en la declinación, lo que permite una flexibilidad en el orden de palabras pero una rigidez en el significado. Es una estructura orientada al control semántico.

III. LÉXICO: LATÍN VS. ETRUSCO Y LACIO

  • El vocabulario del latín tiene múltiples préstamos de lenguas prerromanas:

    • Etrusco: palabras como "persona", "satrius", "atrium" no tienen raíz indoeuropea.

    • Lacio y sabino: nombres de lugares, figuras míticas y términos religiosos

Conclusión parcial: estructura eslava + léxico local = artefacto de comunicación diseñado.

IV. EL LENGUAJE COMO ARMA

  • A diferencia de las lenguas semitas (hebreo, arameo), que buscan resonancia sonora con realidades espirituales, o de las lenguas aglutinantes (como el quechua), que expresan relación y movimiento, el latín se presenta como una lengua de clasificación, ordenamiento, sentencia.

  • Las fórmulas latinas son típicamente absolutas: "fiat", "lex", "persona non grata", "habeas corpus". No hay apelación al alma, sino a la estructura.

V. IMPLICACIONES

  • El latín jurídico no nace para contar cuentos ni para componer salmos: nace para registrar, controlar, categorizar. En ese sentido, no difiere mucho del lenguaje de programación o de la lógica matemática.

  • Si su estructura proviene de lenguas eslavas o de base indoirania antigua, como parece, entonces no surge de Roma, sino que fue trasladado allí.

  • El latín fue la capa lingüística que permitió montar la ficción del civis romanus, la persona legal.

VI. CONCLUSIÓN PROVISIONAL

No hay evidencia de que el latín haya sido una lengua espontáneamente hablada por una comunidad orgánica originaria. En cambio, todo indica una operación de diseño lingüístico: se importan estructuras de lenguas de control (posiblemente del este), se adaptan a una élite local, y se impone como lengua del poder.

Roma, en este sentido, no inventó su lengua: la ensambló. Como quien monta una máquina.

PRÓXIMO PASO SUGERIDO: analizar qué lengua hablaba realmente la plebe antes de la imposición del latín y cómo sobrevivieron ciertas resistencias lingüísticas en la Galia, Hispania y Sicilia.

jueves, 28 de noviembre de 2024

PERTENENCIA

 

Reflexión sobre el sentido de pertenencia más allá de los lugares, explorando cómo las relaciones y recuerdos forjan nuestra identidad emocional.

 

 

Tengo un amigo que siempre me decía que yo era la única persona, que él conocía, sin sentido de pertenencia. Pasamos muchas horas hablando sobre eso y nuestra percepción del asunto fue mudando a lo largo del tiempo.

Al principio, yo le decía, medio en broma medio en serio, que él conocía muy poca gente y que seguramente habría muchas personas con ese mismo sentimiento de desarraigo que tengo yo; personas que a pesar de ser muy conscientes de cual es su ciudad natal y cuales las calles donde aprendieron a jugar, a andar en bicicleta o a patinar, se sienten, al crecer, bien en cualquier lado.

Durante los primeros meses de nuestra amistad, él siempre me preguntaba si yo sentía falta de mi tierra y yo siempre le respondía que no, que todo seguía allí y que no estaba perdido como cuando una persona se muere y sabemos que nunca más podremos abrazarla. Los lugares que yo había amado en mi infancia y que todavía amaba, seguían allí y eso me bastaba. 

Hasta hoy siguen y hasta hoy me basta.

Después de muchos años de amistad, en los que ambos nos mudamos en diferentes momentos para diferentes ciudades, él dejó de preguntarme y pocas veces volvimos a tocar en el asunto. Concluyó, porque es un gran amante de las conclusiones y los veredictos, que yo era una persona sin sentido de pertenencia pero que eso no le impedía amarme.

Nuestra amistad, como todas las amistades, sufrió transformaciones a lo largo de los años, por un tiempo dejó de ser sólo amistad para ser eso que llaman amistad colorida y fue hermoso. Después el color desapareció con la distancia impuesta por las circunstancias personales de cada uno y volvimos a ser sólo amigos, si es que se puede ser solamente amigos, pues la amistad es un "todo" precioso que siempre abarca muchísimo más de lo que suponemos.

Anoche no conseguía dormir debido a la muerte de una persona que durante unos años fue mi cuñada y de quien tengo muy buenos recuerdos. Pensé en sus padres, ya fallecidos los dos, a los que tanto quise, pensé en el dolor de su familia y en el de todos los que la amaron, en la fugacidad de la vida y en todas esas cosas que pensamos cuando alguien amado se va, y lloré mucho. 

Soy muy llorona y es fácil que por diversos motivos me salgan unas lagrimitas rápidas ante eventualidades de la vida, Pero llorar así a todo volumen, con mocos y sollozos,  es raro. Ese llanto está reservado para momentos que me superan. Sólo sale de forma espontanea cuando el motivo es realmente de esos que tocan mi alma, y siempre me pilla de improviso, como si ni yo misma supiera qué es lo que realmente me importa hasta que se hace evidente.

La muerte de mi cuñada me movió muchas cosas. Me trajo a la memoria mis años de casada, los cumpleaños de mi suegro, las risas en una cocina de Santo André, la pasión de mi suegra por las novelas y la de mi suegro por el curry. Me transportó a Campinas, a los fines de semana en que nuestras dos familias se juntaban y recordé su generosidad, siempre dispuesta a servir la mejor comida y a salir al mercado las veces que hiciera falta para buscar cualquier cosa que hiciese la estancia en su casa más agradable. 

Recordé también la forma en que ella conducía en aquel tráfico enloquecido de São Paulo, en aquella época en la que no había GPS y conducir en Sampa era para pocos, y temerarios,  elegidos. Terminé sonriendo por tantos buenos recuerdos y tantas memorias entrañables que parecían venir desde el pasado a darme esos abrazos que siempre necesito cuando el llanto me desborda, y en seguida, necesité hablar con alguien.

En mi teléfono tengo algunas personas (pocas) a las que puedo llamar a cualquier hora del día o de la noche en caso de necesidad y que sé que no se van a molestar conmigo, pero por alguna extraña asociación de ideas  pensé que la mejor opción era mi amigo aquel que siempre me reprochó,  entre bromas,  ser esa persona extraña sin sentido de pertenencia. 

Él siempre me escucha cuando le hablo de cualquier asunto y anoche no fue diferente, me dejó hablar, llorar y desahogarme antes de decir cualquier cosa. Me supo hacer reír y, como siempre, me hizo sentir importante y bienvenida.

Hablamos mucho, intercambiamos noticias y al final me dijo algo que me sorprendió y que yo misma jamás habría pensado, afirmó que la pertenencia tiene dos maneras de manifestarse, una, de esa manera común y no por eso menos hermosa, de sentirnos parte de un país o una región y otra, rara e incomún gracias a la cual, nos arraigamos en las personas que por un tiempo, mayor o menor, forman parte de nuestra vida, nos damos a ellos, les dejamos pedacitos nuestros y al mismo tiempo nos apropiamos de parte de su esencia y nos la llevamos para siempre con nosotros.

Como pasó con él y conmigo, o como sucede con las personas que amamos a lo largo del camino.

Él me dijo que después de tantos años de conocernos, y tras un "largo estudio" 😄, había llegado a la conclusión de que en realidad, sí tengo sentido de pertenencia, pero de esa pertenencia dos punto cero donde  lo que importa no son los lugares ni la distancia, sino el espacio precioso que las personas ocupan en nuestros corazones y el que ocupamos en los de ellas.

Te pertenece aquello que amas, simplemente.
Nos pertenece lo que amamos, pertenecemos  a quienes nos aman.

Me dormí tranquila, mucho menos sola y más feliz, invadida por esa gratitud perfecta que me embarga cuando la vida me regala alguien que tiene siempre las palabras perfectas para mí.

Gracias, amigo, por pertenecerme como yo te pertenezco y mostrarme que el amor, como la amistad o los diamantes, puede tener mucho colores y formas, y es, siempre, indestructible.

Isabel Salas






sábado, 16 de noviembre de 2024

TRANSTHEORY: THE THEORY OF THE SCAM

When ideology wears a lab coat, question everything.

I grew up hearing about theories and ideologies without paying much attention to the difference—until I found myself surrounded by people who can’t recognize a woman as the adult human female and get offended if you dare say that a feeling doesn’t make you Russian, a singer, or a woman.

So, I decided to study. Not only do I not mind doing so—I actually enjoy it. From the theory of relativity to Nazi ideology, there are plenty of examples that make it clear we’re talking about two completely different things. Not just in subject matter, but in method and purpose. And the conclusion is obvious: a theory and an ideology are not the same thing—not even close.

This distinction isn’t academic nitpicking or rhetorical styling. It’s decisive. On it depends, to a great extent, whether we are able to think critically or just repeat slogans. A theory seeks to understand reality. An ideology seeks to mold it according to a pre-established vision. One explains; the other prescribes. And that’s where the problem begins: when we confuse the two—or worse, when the word “theory” is used to smuggle in ideology under a false academic cloak.

A theory is built on observation, analysis, and the willingness to be proven wrong. It doesn’t aim to convince, but to understand. It may be wrong, but it doesn’t lie—it remains open to revision, like any scientific model: humble, and sincerely willing to correct itself in pursuit of truth. An ideology, by contrast, begins with a belief about how the world should be. It doesn’t start from facts—it filters them. It doesn’t aim to understand, but to justify. It isn’t open to debate—it entrenches itself in dogma.

This distinction—so basic and necessary—has been intentionally erased in recent years by those who built one of the most effective rhetorical tools of our time: so-called “gender theory.”

Calling it that is a strategic move, not an academic one. It’s not a theory in the scientific sense, nor in the classical philosophical one—not even in the rigorous sociological sense. It is not verifiable, not falsifiable, and has no empirical structure. It’s a postmodern ideological construct—an offshoot of structuralism, cultural studies, and a distorted appropriation of certain feminist ideas—that seeks to reinterpret social and biological reality through new linguistic and moral frameworks.

Unlike classical radical feminism, which focused on sex-based oppression and maintained a structural critique grounded in material reality, this ideology shifts the center to “gender” as a subjective and fluid category, detached from the body and biology. Its strength lies not in logical coherence or empirical testing, but in political usefulness: it serves to colonize institutions, rewrite language, and block dissent under the guise of academic legitimacy.

So where’s the trick? In the language.

The cultural engineers behind this movement knew that theories carry authority. Calling an ideology a “theory” isn’t just sloppy—it’s a tactic. By labeling it as such, they managed to install it in academia, legislation, media, and education as if it were scientific. But it isn’t. It’s not an objective attempt to explain social roles—it’s a moral and normative framework designed to impose a specific worldview. In short: pure ideology.

One of the most effective maneuvers was to replace the concept of “sex” (a verifiable biological fact) with “gender” (a subjective cultural construct). This was no accident. By eliminating biology from the equation, everything becomes a matter of opinion. And if everything is debatable, then whoever controls the discourse controls reality. From there, the definitions of man, woman, family, violence—and most worryingly, mother—were rewritten.

But this goes beyond a conceptual misunderstanding. The so-called “gender theory” hasn’t just colonized academic spaces—it has also contaminated movements that once had solid theoretical foundations, like liberal feminism or Enlightenment-era feminism. Those earlier feminisms fought for legal equality, individual liberty, access to education and property—measurable goals that could be debated with reason.

Today, much of institutional feminism has been hijacked by an ideological agenda based on vague and unmeasurable concepts like structural patriarchy, symbolic violence, or non-binary identities. It no longer seeks reform through reason but through resentment, envy of the womb, and linguistic engineering.

This confusion is no accident. It’s the result of a carefully crafted strategy: to redefine the framework of public debate so that anyone who questions the dominant ideology can be labeled a reactionary, a fascist, or a denier. And as many dystopian novels warned us:
when language is captured, free thought becomes subversive.

 The case of “gender theory” is just one example—but a paradigmatic one. It hasn’t prevailed because it better explains reality, but because it has been politically useful. And it’s winning (for now) not through strong arguments or some greater good, but through its ability to disguise itself as science, as progress, as social sensitivity.

From an epistemological standpoint, a theory will always stand above an ideology—not because it’s necessarily right, but because it accepts the risk of being wrong.
Ideology never takes that risk.
That’s why it’s dangerous when it masquerades as theory: it shuts down thought in the name of a fabricated “truth” engineered to be untouchable.

As we’ve already said, whoever controls language controls thought.
And taking it one step further: whoever controls thought, controls action.

What we now call “gender theory” has become one of the most effective tools in the cultural conquest of public discourse. An ideology dressed up as theory—one that has infiltrated institutions, corrupted debate, and forced rational feminism into a sentimental and politicized drift, one that has replaced the political subject of feminism: the adult human female.

The result is calculated confusion, designed to rob people of the words they need to defend what should be obvious:
That sex exists.
That children and their mothers are not ideas or feelings.
That neither theories nor ideologies can erase us from our spaces or our reality.

And above all: no one should have the power to accuse us of hate simply because we disagree with their plans for humanity.

While they attempt—Machiavellian as ever—to claim the moral high ground and the sole authority to define what counts as “hate,” it’s on us to defend ourselves against this brand of social engineering, no matter how it's dressed.

Because even when it shows up in Little Red Riding Hood’s disguise
the claws give it away.
Painted or not, claws are still claws.

Isabel Salas

 


viernes, 15 de noviembre de 2024

TRANSTEORÍA: LA TEORÍA DEL TIMO

Cuando la ideología se disfraza de ciencia, hay que dudar de todo.

 
 
Me he criado escuchando sobre teorías e ideologías sin prestar mucha atención a la diferencia hasta que me he visto rodeada de gente que no sabe  reconocer a una mujer como la hembra humanas adulta y aún se ofenden y aseguran que los odias si afirmas que un sentimiento no te hace ni ruso, ni cantante ni mujer.

Así que para entender lo que está pasando me puse a estudiar, cosa que no solo no me disgusta sino que me gusta mucho. Desde la teoría de la relatividad a la ideología nazi, hay muchos ejemplos que ayudan a entender que estamos ante dos cosas completamente diferentes, no solo por el asunto que tratan sino por la manera y el propósito con que lo hacen. Y la conclusión es clara, no es lo mismo (ni de lejos) una teoría que una ideología. 

La distinción no es académica ni retórica, sino decisiva para todos nosotros. De ella depende, en gran medida, nuestra capacidad de pensar con rigor o repetir consignas. Mientras la teoría busca comprender la realidad, la ideología busca moldearla según una visión previa. La primera explica; la segunda prescribe. Y ahí empieza el problema cuando confundimos una con otra, o peor, cuando se utiliza deliberadamente el término “teoría” para imponer una ideología sin que lo parezca.

Una teoría se construye desde la observación, el análisis y la voluntad de ser refutada si los hechos la contradicen. No busca convencer, sino entender. Puede estar equivocada, pero no miente: está abierta a su propia revisión, como cualquier teoría científica,  humilde y con ganas sinceras de corregir su camino mientras avanza hacia la verdad. Una ideología, en cambio, nace de una creencia previa sobre cómo debería ser el mundo. No parte de los hechos, sino que los filtra. No busca comprender, sino justificar. No se abre al debate: se blinda en dogmas.

Esta distinción, que debería estar clara, ha sido deliberadamente borrada en los últimos años por quienes han construido uno de los artefactos discursivos más eficaces del presente: la llamada “teoría de género”.

Llamarla así es una jugada estratégica, no académica. Porque no es teoría en el sentido científico, ni filosófico clásico, ni siquiera en el sentido sociológico riguroso. No es verificable, no es falsable, no tiene estructura empírica. Es una narrativa ideológica posmoderna —heredera del estructuralismo, de los estudios culturales y de una apropiación distorsionada de ciertos discursos feministas— que pretende reinterpretar la realidad social y biológica bajo nuevos esquemas lingüísticos y morales. A diferencia del feminismo radical clásico, que centraba su análisis en la opresión basada en el sexo biológico y mantenía una crítica estructural con base material, esta ideología desplaza el eje hacia el "género" como categoría subjetiva y fluida, desligada del cuerpo y de la biología. Su fuerza no reside en la coherencia lógica ni en la contrastación empírica, sino en su utilidad política: sirve para colonizar instituciones, reformular el lenguaje y bloquear el disenso bajo una apariencia de legitimidad académica.

¿Dónde está el truco? En el lenguaje. Los ingenieros culturales que promovieron esta corriente sabían que las teorías gozan de legitimidad. Llamar “teoría” a una ideología no es solo una imprecisión: obviamente es una táctica. Al bautizarla así, lograron que se instalara en la academia, en las leyes, en los medios y en la educación como si fuera una construcción científica. Pero no lo es. No se trata de un intento de explicar objetivamente los roles sociales, sino de imponer una lectura moral y normativa de los mismos. Es decir: ideología pura.

Una de las maniobras más eficaces fue sustituir el concepto de "sexo" (base biológica verificable) por el de "género" (construcción cultural subjetiva). El desplazamiento no fue casual: al eliminar la referencia a lo biológico, todo se volvió opinable. Y si todo es opinable, quien controle el discurso controla la realidad. A partir de ahí, se reescribió el significado de hombre, mujer, familia, violencia, e incluso identidad y lo que más preocupa: madre.

Pero el asunto va más allá de una confusión conceptual. La llamada teoría de género no solo ha colonizado espacios académicos: ha contaminado movimientos que sí nacieron con fundamentos teóricos y legítimos, como el feminismo liberal o el feminismo ilustrado. Aquellos feminismos pedían igualdad ante la ley, libertad individual, acceso a la educación y a la propiedad. Cuestiones medibles y discutibles en términos racionales. Hoy, buena parte del feminismo institucional ha sido absorbido y abducido por una agenda ideológica que gira en torno a conceptos indeterminados como "patriarcado estructural", "violencia simbólica" o "identidades no binarias", y que pretende reformar la sociedad no desde la razón sino desde el resentimiento, la envidia al útero y la ingeniería lingüística.

Esta confusión, evidentemente,  no puede ser accidental. Es resultado de una estrategia bien diseñada: redefinir el marco del debate público para que quien cuestione la ideología dominante sea etiquetado de retrógrado, fascista o negacionista. Y como ya sabemos y tantos libros sobre distopías nos advirtieron, cuando el lenguaje está capturado, el pensamiento libre se vuelve subversivo.

El caso de la “teoría de género” es solo un ejemplo, pero un ejemplo paradigmático. Se ha impuesto no porque explique mejor la realidad, sino porque ha sido políticamente muy útil. Y está venciendo (de momento) no por su fuerza argumentativa ni algún "bien mayor", sino por su capacidad de camuflarse bajo la apariencia de ciencia, de progreso, de sensibilidad social.

Desde el punto de vista epistemológico, una teoría siempre estará por encima de una ideología. No porque tenga razón, sino porque acepta el riesgo de ser cuestionada y estar equivocada, por el contrario la ideología no admite ese riesgo. Por eso es peligrosa cuando se disfraza de teoría: porque clausura el pensamiento en nombre de una “verdad” incuestionable inventada con astucia.

Como hemos recordado, quien controla el lenguaje, controla el pensamiento. Y yendo un paso adelante, podemos asegurar que quien controla el pensamiento, controla la acción. Lo que hoy llamamos “teoría de género” ha sido una de las armas más eficaces en la conquista cultural del discurso público. Una ideología revestida de teoría, que ha logrado permear instituciones, corromper debates y someter el feminismo racional a una deriva sentimental y política que ha logrado sustituir al sujeto político del propio feminismo, la mujer, la hembra humana adulta.

El resultado es una confusión calculada que ha querido dejar a muchos sin palabras para defender lo evidente: que el sexo existe, que ni los niños ni sus madres somos ideas o sentimientos, y que ni las teorías ni las ideologías nos pueden borrar ni de nuestros espacios ni de nuestra realidad.

Y lo más importante, nadie debe poder acusarnos de odiar a nadie simplemente por no estar de acuerdo con sus planes para la humanidad. Mientras ellos tratan de quedarse maquiavelicamente con la exclusividad ética de definir qué es y qué no es odio, a nosotros nos corresponde defendernos de esa ingeniaría social tan dañina, que aunque venga disfrazada como el lobo de Caperucita ... hace tiempo que se le ve la patita y si te fijas bien, las garras son garras aunque venga con las uñas pintadas.

Isabel Salas

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...