jueves, 15 de mayo de 2025

AGUSTÍN LAJE Y SUS TRAMPAS DISCURSIVAS

Cuando el discurso se disfraza de lógica, es la falacia la que manda.


Agustín Laje, politólogo argentino conocido por su estilo combativo y por su crítica persistente al progresismo cultural y político, ha construido una imagen de defensor de la lógica, la verdad biológica y el pensamiento racional frente a lo que él describe como el caos ideológico de la izquierda moderna. Y además, lo ha hecho muy bien. Sin duda es muy astuto e inteligente.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo en algunos asuntos, me he entretenido en diseccionar su discurso tratando de ser objetiva y respetuosa con el hombre aunque me he tomado la libertad de analizar al personaje.

Parte de su estrategia retórica consiste en denunciar —con frecuencia burlona— las supuestas falacias lógicas que cometen sus oponentes, presentándose a sí mismo como un adalid del pensamiento claro frente al “delirio ideológico” del feminismo, el transactivismo o el marxismo cultural. Sin embargo, tras una revisión atenta y rigurosa de su discurso se revela una paradoja interesante:  Laje utiliza de forma sistemática muchas de las mismas falacias que denuncia, combinándolas con tergiversaciones deliberadas y manipulaciones retóricas para reforzar su posición.

Analizar críticamente su discurso me ha ayudado a estudiar y a profundizar en mis propias posturas y ha sido además bastante divertido. Mi conclusión es que no se trata de errores ocasionales que Agustín comete ni de fallos esporádicos en medio de un debate encendido. Al contrario, se trata de una estrategia muy clara en donde las falacias no solo aparecen en la estructura argumentativa  sino que son los pilares de su discurso

 Lo mismo puede decirse de muchos otros divulgadores ideológicos —de derechas y de izquierdas— que construyen su credibilidad no sobre la solidez intelectual, sino sobre la eficacia persuasiva ante un público predispuesto que además prefiere explicaciones rápidas. Gente que quiere tomar partido mucho más que pensar por su cuenta. Deseosos de alinearse a un grupo con el que se puedan sentir arropados.

Uno de los vicios más recurrentes en su estilo es la falacia del hombre de paja, que consiste en distorsionar o simplificar en exceso el argumento contrario para atacarlo más fácilmente. Así, en vez de refutar lo que realmente sostienen las corrientes feministas, Laje suele presentar una versión caricaturesca: dice que el feminismo “odia a los hombres”, que quiere “la destrucción de la familia” o que “niega la biología al afirmar que un hombre puede ser mujer solo con decirlo”. 

Lo cierto es que dentro del feminismo hay posiciones profundamente divergentes: feministas transincluyentes que defienden el reconocimiento de las mujeres trans, y otras —como muchas del feminismo radical clásico— que rechazan esa idea por considerar que borra la realidad material del cuerpo femenino. También hay feministas a favor y en contra de la prostitución, de los vientres de alquiler o del aborto, y no desde una perspectiva religiosa, sino desde un análisis crítico del capitalismo y del patriarcado. 

Algunas autoras radicales —en el sentido original del término, ir a la raíz— cuestionan el aborto no porque lo consideren inmoral, sino porque entienden que muchas veces no es una elección libre, sino la consecuencia de un sistema que no apoya la maternidad ni protege la vida en condiciones dignas. Laje (intencional y estratégicamente) ignora todos estos matices y presenta al feminismo como un bloque monolítico y grotesco, que le sirve como enemigo perfecto para su narrativa. Por ejemplo, si una feminista afirma que “el patriarcado es un sistema social que históricamente ha favorecido a los hombres en muchos ámbitos”, Laje responde con: “Según ellas, todos los hombres somos unos opresores que queremos esclavizar a las mujeres. Es absurdo”. Así, no contesta al argumento real, sino a una versión deformada.

Otro de sus recursos habituales es la generalización apresurada. Laje toma ejemplos espectaculares de feministas extremas —marchas con pechos desnudos, pintadas en iglesias, performances provocadoras— y los presenta como si fueran el rostro auténtico y la “esencia” del feminismo contemporáneo. Además, comete perversamente un error semántico al usar el término “feminismo radical” como sinónimo de “feminismo violento o extremista”, cuando en realidad ese término se refiere (y él lo sabe) a una corriente teórica legítima, con décadas de desarrollo y debate interno que además coincide con él en algunos puntos.

Estrechamente vinculada con lo anterior, detectamos  cuando seguimos con el análisis de su discurso, otra falacia,   la de la falsa dicotomía. En su retórica, todo se plantea como un enfrentamiento binario: o estás con la biología, o estás con la ideología; o defiendes la verdad objetiva, o formas parte del delirio progre. Esta lógica excluye cualquier punto intermedio, niega los matices, y construye un marco mental donde todo se reduce a elegir entre dos bandos. Es una forma eficaz de movilizar emocionalmente al público, como él pretende y consigue, pero intelectualmente empobrecedora.

A esta simplificación se suma una de mis preferidas,  la falacia de la pendiente resbaladiza, que aparece constantemente en sus discursos. Aceptar una pequeña concesión en materia de lenguaje o identidad lleva, según él, a consecuencias extremas. Si permitimos el uso del lenguaje inclusivo, mañana no se podrá hablar libremente. Si aceptamos que alguien cambie su género en un documento, en poco tiempo no sabremos quién es quién y la verdad desaparecerá. Esta lógica, que recurre a escenarios distópicos sin base proporcional, se ve reforzada por otra técnica: la apelación al miedo. Laje insiste en que los derechos trans, las reformas educativas con perspectiva de género o las leyes de identidad sexual no son solo políticas con las que se puede discrepar, sino amenazas existenciales a la civilización occidental. Se genera así un clima emocional donde cualquier medida de inclusión es vista como un paso hacia el colapso moral, político o incluso biológico de la sociedad, lo cual obviamente no es verdad.

No faltan tampoco los ataques encubiertos al adversario, bajo la forma de ad hominem disimulado. En esto es un maestro, no insulta directamente, pero descalifica cualquier postura contraria tachándola de “ingeniería social”, “manipulación ideológica” o “experimento cultural”. Al mismo tiempo, se presenta a sí mismo como una especie de mártir del pensamiento libre, perseguido por el sistema y censurado por decir la verdad, lo cual le permite neutralizar cualquier crítica racional: si lo critican, es porque lo quieren silenciar. Tengo que reconocer que esta parte es la que más gracia me hace. En Argentina se usa una expresión muy coloquial que me encanta, cuando alguien se queja sin razón o se hace la víctima estratégicamente se le dice que se vaya a "llorar al campito". Laje no solo no se va a llorar al campito sino que llorisquea artística y magistralmente en sus debates. Tiene su lado actor, sin duda.

En su discurso también aparece con frecuencia la falacia de autoridad, especialmente al citar pensadores como Aristóteles, Tomás de Aquino o Chesterton, como si su sola mención resolviera debates modernos sobre biología, género o derecho. Estas referencias, válidas en un contexto filosófico, se usan muchas veces de forma mecánica, como si representaran verdades eternas e inapelables. Precisamente Aquino es un personaje al que también estoy estudiando con mucho interés, ya os contaré.

Otros vicios argumentativos incluyen la petición de principio (“la ideología de género es falsa porque no se basa en la verdad”, cuando esa “verdad” ya está definida desde su propio marco ideológico), la apelación al sentido común (“es evidente que los sexos son dos, lo dice la naturaleza”, obviando las discusiones científicas y médicas reales), y la reducción al absurdo mal aplicada (“si un hombre puede decir que es mujer, entonces mañana uno podrá decir que es un perro”), que convierte el debate sobre derechos y reconocimiento en una broma sin fundamento.

A estas falacias se suman estrategias retóricas que refuerzan su efecto. Una de ellas es la redefinición interesada de términos clave. Palabras como “género”, “igualdad”, “patriarcado” o “diversidad” son vaciadas de su contenido académico y vueltas a llenar con significados ridículos o alarmantes, lo que facilita su rechazo. También recurre al cherry picking, seleccionando casos marginales o estudios excepcionales que respaldan su tesis, mientras ignora el consenso más amplio. Asimismo, construye enemigos abstractos y monolíticos: “la izquierda”, “el marxismo cultural”, “la agenda 2030” aparecen como si fueran bloques perfectamente coordinados, sin diferencias internas, sin matices, sin voces críticas dentro de sus propias filas.

Otra táctica efectiva es la victimización discursiva. Como dijimos antes, Laje se presenta como alguien que “solo está diciendo la verdad” pero que es atacado, cancelado o censurado por un sistema corrupto y cobarde. Esto genera simpatía en su audiencia, que lo ve como un luchador solitario contra una maquinaria ideológica aplastante. Finalmente, emplea tecnicismos filosóficos o jurídicos que a menudo no son necesarios en el contexto del debate, pero que le permiten dar una apariencia de profundidad o autoridad, aunque no aporten claridad.

En resumen, Agustín Laje domina las formas del debate público y utiliza una retórica muy eficaz para movilizar emocionalmente a su audiencia. Sin embargo, su discurso se apoya en múltiples falacias lógicas, tergiversaciones deliberadas y simplificaciones que impiden un análisis serio y riguroso de los temas que aborda. La aparente solidez de sus argumentos se deshace cuando se examinan con atención. Lo que queda es un ejercicio de propaganda ideológica revestido de erudición, que dice combatir la manipulación cultural pero que recurre a las mismas armas para imponer su visión.

Queda sólo una incógnita que desde fuera es imposible despejar: me gustaría saber cual es el verdadero objetivo de Laje ¿Poder? ¿Atención? ¿Un club de lectura solo para hombres con corbata y rifles? Nadie lo sabe. Tal vez ni él. A lo mejor está atrapado en su propio personaje. Quizás empezó jugando al polemista y ahora está encerrado en el traje del “defensor de la civilización”. Si se sacase el disfraz, su público tal vez lo abandonaría. Así que sigue ladrando y levantando polvo.

Sin duda un hombre interesante con el que debe ser muy divertido compartir un café. Como cordobés que es, lo imagino muy diferente al avatar que nos presenta públicamente, pues sus coterráneos suelen ser encantadores.

 

Isabel Salas 

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O esta otra, que además te puede sorprender Feminismos y madres 

De sobra está decirlo pero aclaremos que este texto es un ejercicio de crítica pública orientado al análisis discursivo. No pretende descalificar al sr. Laje como persona, sino examinar los recursos retóricos y argumentativos de su figura pública desde una perspectiva razonada y respetuosa.


viernes, 2 de mayo de 2025

EVE AND THE BLAME

It’s always convenient to have a scapegoat within reach.

Guilt, ever since Eve offered Adam the apple, always finds its way to women. And if the woman is a mother, even better. Guilt fits her like Cinderella’s slipper. It doesn’t matter what the crime, the dysfunction, or the deficiency is: if there’s a sexist son, a submissive daughter, a bully, a psychopath, or an unequal society, someone will point to the womb it all came from. Because if patriarchy excels at anything—and it excels at a lot—it’s turning victims into suspects. And no figure is easier to blame than the mother.

The mother who buys miniskirts that get her daughter raped for wearing something “so provocative,” which apparently leaves certain men—raised like animals by their own mothers, of course—utterly helpless in the face of temptation. Men who simply had to rape the woman who didn’t know how to dress herself in a less "rapeable" way.

There’s an old trap that gets triggered every time we try to understand the behavior of a violent, misogynistic, or sexist man: the blame doesn’t go to his freedom, or to his adult responsibility. It goes straight to his upbringing. And from there, thanks to a well-oiled cultural shortcut, it lands on his mother. Not on the father (absent or not), not on society, not on the power structures that raised him to believe he owns the world. No—straight to the mother’s jugular. Because apparently, giving birth makes you the screenwriter, director, and moral guarantor of your children’s entire life.

But what if that mother was also the product of a patriarchal environment? What if she too was raised to obey, to stay quiet, to please, and to educate her children according to patriarchal norms? What if the mother functioned—like many women and men—as a well-oiled cog in a machine she didn’t build? What kind of justice—social or legal—is it that blames the oppressed for failing to revolt while raising kids, washing dishes, suffering abuse, or simply trying to survive?

No one dares to blame the system, the Minister of the Interior, the economic model, the Church, UNESCO, the media, the UN, the pop culture heroes, or the sleazy singers spitting vulgar lyrics with their mouths full of jam. No. They point the finger at the mother and expect her to have been a lone revolutionary in her 60-square-meter apartment, raising sons and daughters completely outside the violent structures of patriarchy—as if she hadn’t been as domesticated as the children she raised.

Yes, millions of mothers reproduce sexism. Absolutely. Just like fathers, schools, Netflix, priests, politicians, and sweet old grandmothers. Patriarchy doesn’t care about gender when it comes to spreading its code. It uses whoever is available. And mothers are often its most loyal agents—because they are the most disciplined, the most controlled, the most domesticated. Obedience was their mother tongue.

And yet, when a woman manages to break free from that script, when she dares to raise her children differently, to question the rules, to offer an alternative view of the world—rarely is she recognized. Rarely is she applauded. Because motherhood demands everything and rewards almost nothing.

In case you hadn’t noticed, blaming mothers for raising sexist sons is just another form of sexism. It’s patriarchy repackaged as progressive criticism. It’s still blaming women for the world’s failures—even when those failures crush them, especially them. Mothers. The same ones who spend years enduring beatings and other forms of abuse because their abuser threatens to take their children away if they speak up or try to escape.

And those men are right to threaten—because many women do lose their children when they report abuse. That’s one of the system’s most perverse details. Women, in custody battles or while seeking protection, fall into the same trap. And to make things worse, when they arrive in court and see that the judge is a woman, they sometimes breathe a little easier. They hope someone will finally understand the danger they’re in, that someone will listen with compassion to their story of violence. But instead, the opposite often happens: the female judge is even harsher, even more patriarchal, even more blind to harm than her male counterparts. They come down even harder. And mothers quickly learn that wearing a skirt under the robe is no guarantee of justice.

Because male or female, anyone who works for the system works to uphold it. And this system we live in is still patriarchal, obviously, because of the mothers of female judges… among others. Make no mistake.

Of course, personal responsibility exists—or at least it should. And yes, collective change would be great. But neither of those things is going to happen if we keep sending patriarchy’s invoice to the same damn mailbox every time.

Stop blaming the mother. And start, for once, looking at the rest of the picture.

And remember the saying: “A heavy burden is easier to carry when there are many hands.” Well—this particular corpse is long overdue for a proper burial. Let’s see if we can all help dig the grave.

Isabel Salas

jueves, 1 de mayo de 2025

EVA Y LA CULPA

Siempre es cómodo tener un chivo expiatorio al alcance.

 

La culpa, desde que Eva  le ofreció la manzana a Adán, siempre encuentra a la mujer, y si la mujer es madre, mejor. Siempre le encajará la culpa como el zapato de baile a Cenicienta. No importa cuál sea el crimen, el desajuste o la carencia: si hay un hijo machista, una hija sometida, un psicópata, un niño haciendo bulling o una sociedad desigual, alguien señalará el vientre del que salió todo. Porque si el patriarcado tiene un talento sobresaliente, entre sus tantas habilidades, es el de convertir a sus víctimas en sospechosas. Y no hay figura más fácil de culpar que la madre. Esa madre que compra minifaldas con que violan a su hija por usar esa prenda tan provocativa, obligando así a que  unos hombres, criados como animales por sus respectivas madres, no puedan resistir la tentación y tengan que violar a la mujer que no supo vestirse mejor, menos violable.

Hay una trampa antigua que se activa cada vez que se analiza el comportamiento de un hombre violento, misógino o machista: la culpa no va a su libertad ni a su responsabilidad como adulto funcional. Va directo a su crianza. Y de ahí, por un atajo cultural muy eficiente, a su madre. No al padre (ausente o no) ni al contexto social, ni a la estructura de poder que lo educó como heredero del mundo. No. A la yugular de la madre. Porque, al parecer, parir te convierte también en guionista, directora y responsable moral de la trayectoria vital completa de tus hijos.

¿Y si señalamos que esa madre, a su vez,  es fruto de un entorno  machista? ¿Y si ella también fue criada dentro de un sistema que leña enseñó a obedecer, a callar, a complacer y a educar dentro de los patrones patriarcales? ¿Y si la madre funcionó, al igual que muchas mujeres y hombres, como una pieza bien engrasada de una maquinaria que no construyó? ¿Qué clase de justicia, social y penal, es esa que culpa a una oprimida por no rebelarse contra todo mientras criaba hijos, lavaba platos, sufría violencia o simplemente intentaba sobrevivir?

Nadie se atreve a culpar al sistema, al ministro de Interior, al modelo económico, a la Iglesia, a la UNESCO, a los medios de comunicación, a la ONU,  a los héroes de la cultura popular o a los cantantes babosos que pronuncian letras soeces con la boca llena de mermelada. No. Se señala a la madre y se espera de ella que haya sido una revolucionaria solitaria en su casa de 60 metros cuadrados, criando hijas e hijos fuera de las estructuras violentas del patriarcado  como si ella no hubiera estado tan domesticada como los niños a quienes criaba.

Hay millones de madres que reproducen el machismo, claro que sí. Igual que padres, escuelas, series de televisión, políticos, sacerdotes y abuelas. El patriarcado no distingue género cuando se trata de replicar su código. Utiliza a quien tenga disponible. Y muchas veces las madres son su instrumento más fiel porque son las más disciplinadas, las más controladas, las más domesticadas. La obediencia fue su lengua materna.

Y sin embargo, cuando una mujer logra romper con eso, cuando se atreve a criar de otro modo, a cuestionar los mandatos, a ofrecer a sus hijas e hijos una mirada distinta, rara vez se reconoce. Rara vez se aplaude. Porque a la madre se le exige todo, pero se le concede poco.

Por si no te has dado cuenta, culpar a la madre por los machistas es otra forma de machismo. Es patriarcado reciclado en forma de crítica progresista. Es seguir culpando a las mujeres por los errores del mundo, incluso cuando esos errores las aplastan también a ellas. Principalmente a ellas. A las madres. Esas que se quedan años y años aguantando golpes y otros malos tratos porque son amenazadas, por sus propios verdugos, con dejar de ver a sus hijos si abren la boca y cuentan el infierno en el que viven o los denuncian.

Y hacen bien, porque muchas los pierden cuando denuncian  y esto es uno de los matices más perversos del sistema. Las propias mujeres, en procesos judiciales de custodia o cuando piden protección, caen en esa trampa. Y para rizar el rizo, a veces, cuando llegan al juzgado pidiendo protección para ellas y sus hijos y constatan que la jueza es mujer, se sorprenden con otra vuelta de tuerca. Creen que, al fin, alguien comprenderá el riesgo real en el que están, que alguien escuchará el relato de violencia con la debida sensibilidad. Pero sucede lo contrario: la jueza resulta aún más dura, más patriarcal, más ciega al daño, que muchos jueces. Se ensañan más si cabe y las madres aprenden que llevar falda debajo de la toga no garantiza justicia. Porque macho o hembra, quien trabaja para el sistema, trabaja para perpetuarlo. Y este sistema en el que vivimos sigue siendo patriarcal por culpa (evidentemente) de las madres de las juezas entre otras. No lo duden. 

Sin embargo, no olvidemos que la responsabilidad individual existe, o debería existir. Y el cambio colectivo también estaría muy bien. Pero ni una sola de esas cosas va a suceder si seguimos dejando la factura del patriarcado siempre en el mismo buzón. Dejen de culpar a la madre y  empiecen, de una vez, a mirar el resto del cuadro.

Y recuerden el dicho, "un muerto se lleva mejor entre varios" y este muerto ya está necesitando una tumbita. A ver si entre todos lo podemos enterrar.

 

Isabel Salas


miércoles, 30 de abril de 2025

LA TRAMPA DE LA FAMILIA

La familia, más allá del mito afectivo, ha sido históricamente una estructura jerárquica funcional al poder.

 

 

La afirmación repetida hasta el hartazgo —“la familia es la base de la sociedad”— más que una verdad, es un dogma funcional al orden establecido. La hemos escuchado en todos los contextos y situaciones posibles, pero lo que nunca se explica abiertamente es: ¿qué tipo de familia?, ¿con qué función?, ¿en beneficio de quién? Y no me refiero sólo a si es heterosexual o no, monoparental o no. Mi reflexión va mucho más allá.

La familia patriarcal tradicional —mononuclear, heterosexual, jerárquica, con división rígida de roles y autoridad centralizada en el padre— no parece haber sido diseñada como refugio afectivo, creado espontáneamente a partir de sentimientos y necesidades humanas, sino como unidad de control social, reproducción ideológica y administración económica. Y esto no es algo que se me ocurrió esta mañana mientras lavaba la taza del desayuno. Es una idea que vengo pensando desde hace años.

No es un accidente que el Derecho Civil en particular, y el patriarcado en general, hayan tratado siempre a la familia como una institución regulada al milímetro. La razón de esa  aparente protección es muy sencilla: es una célula del Estado, no de la sociedad. Combatirla, o criticarla, como estoy haciendo,  no implica en modo alguno abogar por destruir los lazos afectivos o desear la disolución de los vínculos naturales entre personas que se aman, se cuidan, se desean o se necesitan. Implica cuestionar una estructura vertical, coercitiva y reproductora de dominación. Es enfrentarse a un modelo que ha naturalizado la obediencia a la autoridad por el mero hecho del parentesco, que ha servido para imponer roles de género, dividir tareas y perpetuar el dominio masculino primero, y el de “papá Estado” después. Si el primero es cuestionable, el segundo es detestable y temible.

La familia ha justificado la propiedad de los hijos por parte del Estado o del padre, según convenga. Ha operado como agente de vigilancia interna, educando en la docilidad hacia el poder externo. Decir que hay que “cuidar a la familia” suele ser el disfraz del mandato de mantener las cosas como están. Pero si esa familia es una estructura asimétrica de poder que produce sumisión, miedo, violencia y control, ¿realmente hay que cuidarla? ¿O más bien desmontarla pieza a pieza para dejar espacio a otra forma de convivencia más libre y horizontal?

No encuentro valor en preservar lo que sólo sobrevive por la costumbre o el miedo. Lo que no resiste la crítica, no merece  tanto respeto y eso debe sonar rarísimo en estos tiempos en que tantos defienden que "todas" las opiniones hay que respetarlas. Si hay que combatir la familia patriarcal por un lado y el patriarcado por el suyo...y hacerlo en serio, no es por capricho ideológico, sino porque su permanencia sigue siendo un obstáculo estructural para la libertad real de muchas personas,  tradicionalmente los niños, las niñas y sus madres y hoy ante un estado cada día más fuerte, también los hombres están conociendo el lado oscuro de su fuerza.

Por si no se han fijado, la palabra familia proviene del latín famulus, que significa sirviente o esclavo doméstico. En la Roma antigua, la familia no aludía al conjunto afectivo de padres e hijos, sino al conjunto de personas y bienes bajo la autoridad del pater familias, incluyendo esclavos, esposas e hijos. Era una estructura de dominio patriarcal absoluto, donde la vida y la muerte de sus miembros quedaban al arbitrio del jefe de familia.

Desde ese origen queda claro que la “familia” fue concebida como una unidad de producción, control y obediencia, no como un espacio de libertad o autonomía. Es decir, no ha sido el Estado moderno quien la convirtió en cárcel, sino que el modelo ya nació como jaula social. Lo que ha cambiado es quién tiene la llave: antes el patriarca, hoy el Estado.

Lo que se presenta hoy como “protección estatal de la infancia”, de las mujeres o de los ancianos, es la sustitución de una autoridad por otra, pero el principio jerárquico y controlador permanece intacto. La diferencia es que hoy se reviste de legalismo, psicologismo y retórica de derechos. La historia de las instituciones que nos rigen no es romántica ni neutral, y cuando se revisan sus raíces se desmorona el mito moderno de la “familia protectora” y del “Estado benevolente”. Ambos han sido, con diferentes formas y discursos, estructuras de domesticación del individuo.

La raíz fam- del latín no solo la encontramos en “familia”. Se vincula a un conjunto de palabras que comparten el mismo núcleo de significado relacionado con la servidumbre, la subordinación y la pertenencia al grupo doméstico bajo la autoridad del patriarca.

Famulus significa sirviente, esclavo doméstico. En Roma, el famulus era parte de la casa, pero sin libertad propia. Familiaris originalmente aludía a lo perteneciente a la casa o al servicio doméstico. Más tarde pasó a significar "íntimo" o "de confianza", porque los esclavos que vivían en la casa eran conocidos y “de confianza” del señor. El uso moderno de “familiar” es un eufemismo cultural posterior. Famulatus es el sustantivo latino que se refiere al estado de servidumbre. Famiglia (italiano), famille (francés) o family (inglés) proceden todas del mismo origen.

Aunque el sentido moderno enfatiza los lazos afectivos, la raíz semántica conserva su carga de propiedad y estructura jerárquica. La palabra fámulo (arcaísmo en español) se usaba para referirse a un criado o sirviente. Aunque está en desuso, es la forma más directa en castellano que conserva el significado original.

La palabra familiaridad, aunque hoy se asocie a confianza o trato cercano, también conserva la misma raíz: venía del entorno del dominus y sus famuli. Es decir, la “familiaridad” era el permiso que daba el amo para cruzar ciertas barreras jerárquicas dentro del entorno doméstico. Como puede verse, el núcleo común es el mismo: relación jerárquica, servicio, pertenencia o control, incluso en términos que hoy suenan cálidos o positivos. El lenguaje conserva huellas claras del orden de dominación sobre el que se construyeron nuestras instituciones sociales.

Famélico también tiene una conexión cercana. Proviene del latín famelicus, que a su vez deriva de fames (hambre). Aunque no proceda directamente de famulus, comparte la carga semántica: el famélico era casi el estado natural del sirviente o esclavo doméstico. Sin propiedad, sin autonomía, dependiendo del amo hasta para comer.

En definitiva: famélico, famulus, familia… todas orbitan alrededor de una realidad material de control, necesidad y dependencia. No son solo palabras: son reflejos lingüísticos de una organización social basada en la sumisión estructural.

El lenguaje, si se le mira de cerca, no perdona.
A lo mejor lo carga el  mismo diablo que fundó el Juzgado de familia.

Isabel Salas

lunes, 14 de abril de 2025

¿SON CADENAS NUESTROS DERECHOS?

Reflexiono sobre cómo el sistema jurídico puede utilizar nuestros pretendidos ‘derechos’ como instrumentos de sumisión institucional.

 

Niño luminoso caminando hacia la estatua de la justicia, siguiendo un sendero brillante marcado por su destino.

 

Después de transitar varias décadas por mi amado mundo, sigo aprendiendo cada día, pero también voy sacando algunas conclusiones, una de las más perturbadoras es que vivimos bajo una ficción jurídica en la cual, ingenuamente,  celebramos que los derechos nos protegen. Sin embargo, en la práctica, el Estado, (nuestro querido Estado de Derecho) usa esos mismos derechos como herramienta de control y cada vez lo hace más a las claras y con menos anestesia.

El destino vital de una persona, especialmente durante la infancia, está intervenido, dirigido y condicionado por estructuras normativas que escapan al control individual. Aunque el término "destino vital" no figura en ningún código, es una categoría político-jurídica de facto que define sin ambages qué vida puedes tener, bajo qué condiciones y con qué límites. Y ese control no está en manos de las familias ni del individuo, sino del Estado,  pues el derecho interviene directamente en los elementos que lo componen: la residencia del menor, el centro educativo y el modelo pedagógico, la custodia y régimen de visitas, la educación moral, religiosa o ideológica, los tratamientos médicos o psicológicos, y el entorno social y cultural. Estos aspectos, que definen el rumbo de vida de una persona, son regulados por normas civiles, administrativas y penales. En situaciones de conflicto o riesgo (según lo que el Estado entienda por "riesgo"), se impone el criterio estatal. Por tanto, el concepto, aunque no codificado, es operativamente gestionado por el poder judicial y administrativo, y a eso voy.

Encontré un punto que para mí es fundamental, aunque ni en el derecho español, ni en la tradición jurídica internacional en general,  se parte de la premisa de que los hijos sean propiedad del Estado, nos encontramos enseguida con una gran trampa al profundizar: se reconoce que el interés superior del menor constituye un interés público. Esa sola categoría ya basta para justificar la intervención del Estado en el ámbito familiar. El hecho de que el menor no sea propiedad estatal no impide que el Estado ejerza un dominio efectivo sobre su vida, amparado en su autodefinido deber de protección.

Por decirlo más claro, ni los niños ni nosotros, somos patrimonio del estado, pero al erigirse  dicho estado como garante de nuestros "derechos" se convierte de hecho en el dueño de nuestro destino.

Volviendo a los niños, el Estado no necesita declararse dueño del menor para actuar como tal. A través de una doctrina autojustificativa —el "interés superior del menor"— interviene, impone y restringe. Dicho sea de paso esta doctrina no es tan vieja, en realidad es un invento reciente en el cual profundizaré otro día.

Primero, ejerce un control total sobre los derechos fundamentales del menor: educación, custodia, relación afectiva, entorno ideológico, etc., con base en su propia interpretación del interés del menor. Segundo, mantiene un monopolio absoluto sobre la definición y alcance de esos derechos: es el Estado quien los otorga, los interpreta y los restringe según convenga. Tercero, subordina la patria potestad a su criterio: los progenitores ya no tienen una autoridad natural, sino condicional, sujeta a criterios normativos impuestos desde fuera. Y cuarto, deja en manos de los jueces un margen de discrecionalidad que en la práctica se convierte en arbitrariedad. En los procesos contenciosos, el interés del menor se enuncia pero no se demuestra, y las decisiones se adoptan sin exigencia real de motivación.

Esto último es gravísimo, pues el interés superior del menor opera como una cláusula de cierre. Confiere legitimidad a cualquier decisión judicial sin necesidad de fundamentación sólida. Aunque en casi todas las Constituciones existe un  artículo que exige la motivación de las resoluciones, en la práctica se repiten fórmulas genéricas, no se ofrecen pruebas ni criterios objetivos verificables, y la falta de estándares claros permite una discrecionalidad sin freno. La impugnación se convierte en una misión casi imposible. El juez actúa con un poder sin contrapeso, bajo la apariencia de protección.

La estructura legal contemporánea ni siquiera reconoce la autonomía familiar como un derecho inviolable. Reconoce una delegación precaria: los padres pueden criar a sus hijos solo si lo hacen conforme al marco ideológico y normativo del Estado. En cuanto se desvían, el Estado actúa, corrige o directamente sustituye su criterio.

Por tanto no se trata de propiedad formal, sino de poder real. El Estado ejerce un dominio efectivo sobre el destino vital de los menores, disfrazado de protección y legitimado por una retórica de derechos. El derecho nunca  es una garantía de libertad, sino una arquitectura de sumisión. La infancia ha sido convertida en un territorio intervenido, y la familia en una institución subsidiaria. El ciudadano nace subordinado o tal vez entra al sistema cuando sus padres lo registran, tras el parto, como un ciudadano más pensando que así garantizarán sus derechos.

Y sí, los derechos quedan garantizados, lo que nadie les advierte en el registro civil es que con ese  procedimiento están cediendo su libertad. Y que el bien común, determinado por el estado, estará por encima de su propio bien, aunque lo llamen "superior". Lo peor es que todo esto ocurre sin que (en principio) haga falta violencia visible, y sin que nadie tenga que irrumpir en casa por la fuerza, aunque a veces pasa. Basta con un sello, una resolución y una doctrina bien decorada. Porque cuando el sometimiento se disfraza de derecho, ya no hace falta imponerlo: lo celebramos. Y la violencia institucional sustituye a la justicia.

Y para terminar, creo que debemos hacernos cada día más conscientes de que todo esto no es un fallo pasajero ni un déficit de voluntad política, sino el funcionamiento normal de un sistema que, lejos de corregirse, permanece estable gracias a su propia lógica de control. Personalmente no albergo ilusión alguna de que exista cualquier reforma posible.  

Posiblemente yo no lo vea, pero supongo que en algún momento caerá esta pantomima que, día tras día, sacrifica la libertad bajo el pretexto de la protección. Cuando esa arquitectura de sumisión se desplome, de una vez por todas, podremos buscar otra forma de organización social, tal vez un estado de Equidad  que sustituya al estado de derecho. 

O quién sabe un estado de Justicia, sin tres poderes intocables, sino muchos más, que permitan una mayor participación ciudadana, más control sobre los jueces, y exija más responsabilidad para sus errores y los errores de ,los legisladores, menos fueros que protejan a unos pocos y en fin... todo lo que hoy nos arrastra como un lastre hacia un fondo sin fin (seguramente) porque el derecho a flotar aún no existe.

Isabel Salas

 

La familia, más allá del mito afectivo, ha sido históricamente una estructura jerárquica funcional al poder. Aquí lo analizamos  LA TRAMPA DE LA FAMILIA

 

Imagínate cómo se sienten las víctimas cuando no las creen pero saben que son útiles para que otros se beneficien       VÍCTIMAS RENTABLES 

martes, 8 de abril de 2025

ENTUSIASMO CIEGO


Hace días leí una frase de Rudolf Steiner que me hizo pensar durante horas. La frase dice: "Quien no conoce el alma humana en profundidad puede convertir el bien en veneno sin quererlo." Una frase corta y sencilla que encierra un mundo, como tantas de las que dejó en sus libros. Leer a Steiner me recordó leer a José Ingenieros en El hombre mediocre, páginas de sabiduría que no importa por dónde las abras ni qué párrafo elijas... siempre habrá algo importante e impactante a lo que dedicar horas de reflexión. Lejos de ser simples frases, ambos condensan en ellas profundas lecciones de vida.

Con esta frase en concreto, a la que hago referencia al inicio del texto, puedo decir que he tenido la experiencia personal de comprobarlo. Movida por un impulso sincero de ayudar, en más de una ocasión me he lanzado a asistir a otros sin poseer aún el conocimiento claro, ni la madurez necesaria, no sólo del alma humana sino del tema en concreto que afligía a esa persona, fuera, económico, legal o moral. No siento culpa por ello, pero sí valoro un aprendizaje que ha calado hondo: el impulso de ayudar, cuando nace solo del entusiasmo y no de un conocimiento profundo, puede terminar alimentando precisamente aquello que se pretende combatir.

Cuando lo descubres, duele. No porque la acción haya sido malintencionada, sino porque fue prematura. Steiner lo comprendía con compasión: el querer ayudar sin haber trabajado primero en uno mismo a menudo fortalece las mismas fuerzas que esclavizan al otro. Así de sencillo y así de grave. Dicho con otras palabras en otro de sus libros, quien no conoce el alma humana puede, aun con la mejor intención, envenenar lo que quería sanar.

Este fenómeno es más frecuente de lo que percibimos ya que el sufrimiento ajeno despierta espontáneamente en todos el deseo de intervenir, de aportar luz, de ofrecer apoyo. Y en su raíz, ese impulso es bello. Pero si no está guiado por una verdad probada en la propia vida, como he visto varias veces, el entusiasmo se convierte en ceguera proyectada: se ofrecen palabras que no han sido forjadas en la experiencia, se guían caminos no recorridos hasta el final, se intenta salvar a otros de situaciones que uno mismo aún está aprendiendo a atravesar. Si me obligo a pensar bien, puedo conceder que ese impulso no siempre nace de la vanidad ni la ganancia, sino de la bondad sin estructura, de la urgencia noble pero inmadura. Pero para eso debo hacer un gran esfuerzo porque he visto a muchos "expertos" aconsejando o guiando profesionalmente o no, a otros, al abismo.

Allá ellos con las consecuencias de sus actos y yo de los míos. Me pregunto, ¿qué hacer entonces cuando uno advierte que ha actuado de este modo? Mi respuesta intuitiva es no escondernos de nosotros mismos. Mirar de frente lo que se ha hecho y, sobre todo, no culparse, sino entender y agradecer la lección. Porque ahora se sabe algo que antes se ignoraba: que el amor, para ser eficaz, necesita ser acompañado de sabiduría; que no todo aquel que pide guía, ayuda, dinero o un consejo está listo para recibir lo que está pidiendo, y que no todo aquel que pretende guiar está verdaderamente capacitado para hacerlo. Cuesta mucho hacerlo pero en verdad es valioso.

Por otro lado, me alivia recordar que todo gesto realizado de corazón, aun si fue torpe, es visto en el mundo espiritual. Y allí, además, la intención verdadera que nos lleva a actuar es claramente comprendida. En mi caso, estoy aprendiendo a analizar esos actos pasados y convertir ese análisis en lo más parecido a una oración que sé hacer: "Lo hice con sinceridad, aunque sin claridad. Hoy lo comprendo mejor. Quiero aprender a actuar no solo con buena intención, sino también con conocimiento y verdad."

Este proceso de autotransformación, que imagino que todos vivimos antes o después, nos conduce a una cuestión más profunda aún: el equilibrio entre la responsabilidad madura y la urgencia de la vida. Porque si bien es cierto que no basta la buena intención y que se requiere preparación interior antes de influir en otros, también es verdad que la vida no siempre concede el tiempo necesario para alcanzar una madurez completa en temas concretos. He vivido situaciones en las que actuar, incluso desde la imperfección, era necesario. La exigencia de Steiner, así como la de José Ingenieros en El hombre mediocre, es una invitación a la humildad y a la prudencia pero nunca a la parálisis. Hoy entiendo que no se trata de esperar a ser perfectos antes de movernos, sino de actuar con plena conciencia de nuestros límites, sin arrogancia, y con la disposición de aprender en el camino.

Hoy veo la vida como un campo de prueba permanente. Hay que actuar, vivir, tomar decisiones, sí, pero no de cualquier manera: no desde la ceguera del entusiasmo puro, sino desde una búsqueda honesta de comprensión y profundidad. Y siempre con una voluntad sincera de afinarnos antes de decirles a los demás cómo deben tocar.

No es un error lanzarse a ayudar sin ser del todo capaz. Es un paso natural de quien tiene fuego en el corazón. Los tibios tal vez nunca se la jueguen y se equivoquen menos, pero sin duda prefiero meter la pata corriendo por un prado lleno de agujeros, mientras trato de resolver un drama, que mirar desde la silla o a través de una pantalla como otros actúan, caen y se levantan.

Isabel Salas

lunes, 7 de abril de 2025

RENTABLE VICTIMS

Some doors don’t open. Others are just part of the trap.


 

Today, I address other women who, like me, have at some point needed to seek help and guidance while facing situations of risk, violence, or any kind of disaster. Friend, open your eyes: there are professionals who live off others' suffering as if it were a fixed income. They disguise it as vocation and cynically dress it in empathy, but what they actually do is settle into your pain and live off it—and off you. They don't come to resolve anything. They come to stay.

In particularly delicate contexts—such as the so-called "gender violence" processes, contentious separations, custody disputes, or institutional violence—these profiles abound. They often present themselves as therapists, psychologists, lawyers, or mediators, but stay alert, as they can take other forms.

They have a great talent for appearing before you as allies, but they operate as managers of your despair. I acknowledge that some genuinely don't know what to do: they simply listen to you describe a situation they professionally lack the knowledge or capacity to resolve. However, they will never admit this, because they need to put bread on their table. Far from helping you by confessing their ignorance and giving you the chance to find someone better, they drag you down further, because their strategies don't work, and their "professional advice" will lead you to disaster.

Others (the fewer) simply have no interest in or desire for you to get out of the problem. Because if they solve it, they lose a client. I couldn't tell you which is worse: the one who can't help you or the one who doesn't want to because a long process means a steady drip of money, and that's what they live on. Practically speaking, both are disastrous.

This is not a metaphor. It's an industry. And it operates with logic similar to that of big pharmaceutical companies: they're not interested in curing you; they're interested in treating you. The cure is the end of the business. Indefinite treatment is the profitable model.

For years, we've debated—in barbecues with friends, over coffee chats—that pharmaceutical companies, apparently, don't aim to eliminate diseases but to make them chronic. That investment in research is more directed at alleviating symptoms than eradicating causes. That curing isn't profitable. And in the offices of many "support" professionals, we can bet they face the same dilemma.

They act perversely. They explain in detail everything that's happening to you. They have technical vocabulary for each stage of your downfall. They explain the effects, the causes, the dynamics. They name each of your fears and even catalog the violences you've suffered or are suffering with scientific and bombastic names. But they don't bring solutions. They don't show exits. There's no plan. Just more analysis, more sessions, more reports. More time and more money.

If you go to a doctor, you expect them to tell you what's wrong, yes, but also what you can do to get better or not die. If you go to a dentist, you don't expect a class on cavities or who discovered orthodontics; you want to know how much a filling or a root canal costs and whether there's a solution or extraction is needed. If your house is sinking or leaking, you don't need a treatise on geology or on the big mistakes you made choosing this or that engineer; you need to know if the foundation can be reinforced and how much it costs. In other words, a professional and objective strategy to resolve what's worrying you.

This is the same. Victims don't want trauma pedagogy or to read books about what's leaving them impoverished and stressed, fearful or isolated. They want a winning strategy. And they can't find it.

And the thing is, many times, the very structure of these professional relationships is another form of abuse. A covert, validated, even prestigious abuse. An abuse that hides behind reports, sessions, diagnostic labels, and symbolic complicity. But abuse, nonetheless. An abuse yet to be named, by the way.

The big problem is that these intermediaries of pain don't just steal your money: they steal your time, hope, and energy. They make you think that what's happening to you is so complex, so specific, and so delicate that only they can explain it to you. But they don't resolve it. Never. Or, being a bit condescending... almost never.

The question is uncomfortable but inevitable: what will they live on if you heal? What will they live on if your child's custody is resolved in three days simply by respecting the child's wishes?

I’ve encountered silences that truly accompany, and discourses that only numb. We are surrounded by the latter. People who, when you come to them with your life falling apart, recommend reading their books on the subject. Or invite you to attend their talks about the very drama you’re living.

It’s time to identify those who are not working for your escape, but for their own permanence. Because a victim doesn’t need an interpreter. She needs a key.
And these people don’t even know where the door is.

Isabel Salas


OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...