domingo, 16 de marzo de 2025

TOMÁS DE AQUINO: SANTO PATRÓN DE LOS PROXENETAS

Una lectura crítica sobre las contradicciones entre la veneración y las ideas, entre el dogma y la doble moral.

 

Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, figura canónica de la filosofía escolástica, arquitecto de la síntesis entre fe y razón, ha sido considerado durante siglos un faro intelectual para el pensamiento cristiano. Y no vengo a cuestionar si fue tan brillante o no. Profundo conocedor de Aristóteles, la lógica, la metafísica y la teología. Un hombre que sabía mucho de muchas cosas. Menos de mujeres, de amor y de sexo. De eso no sabía mucho, pero escribió igual.

Lo interesante es que no hace falta desmontar sus argumentos con perspectiva moderna ni señalar cada contradicción como si estuviéramos en un debate escolar. Basta con leer lo que dijo y tomarlo en serio, lo cual, paradójicamente, es lo que menos hace la Iglesia cuando celebra su legado. ¿Cómo conciliar su título de “Doctor Angélico” con afirmaciones como que la mujer es un varón defectuoso? ¿O que los burdeles son necesarios para que la sociedad no se corrompa… más?

Sí, el bueno de Tomás pensaba —y lo escribió sin miedo— que la mujer fue creada no como fin principal, sino como ayuda para la reproducción, porque para todo lo demás ya estaba el varón. En su famosa Summa Theologiae, nos regala perlas como esta: “La mujer es un hombre fallido, un error de la naturaleza, producido por una virtud activa defectuosa o por un estado enfermizo del semen paterno.

Esta afirmación, que hoy en día parecería escrita por un adolescente con acceso a foros misóginos, ha sido, y es,  leída durante siglos en claustros académicos con el ceño fruncido de la veneración. ¿En serio? ¿A ningún Papa se le ha ocurrido todavía bajarlo del pedestal? ¿Arrancarle aunque sea un rayito de luz a su corona de santo?

Y no todo es biología medieval disfrazada de dogma eterno. Volviendo a los prostíbulos: Tomás defendía que era preferible que los hombres descargaran sus impulsos sexuales en prostíbulos antes que alterar el orden social. En resumen: mejor pecar con método que provocar el caos. En su lógica, el prostíbulo era comparable a las alcantarillas de una ciudad. Cito: “Quita los burdeles de la sociedad y agitarás todo con la lujuria.”

Una teología de la represión canalizada. Prostitución como instrumento de estabilidad social. Qué bonito. Qué gran chico. ¿Cuántas veces habrán hecho —y siguen haciendo— las autoridades la vista gorda a la prostitución gracias (o por culpa) de esta visión tan perversa?

Lo fascinante —y perturbador— es que estas ideas no son un desliz de época que podemos archivar con un “era otro tiempo”. Fueron y son parte constitutiva de la visión teológica que se ha usado para justificar siglos de subordinación femenina. No se trataba solo de una opinión: era doctrina. Y no cualquier doctrina, sino la de uno de los pensadores más influyentes de la Iglesia, cuya obra sigue siendo material obligatorio en seminarios y universidades.

Cuando los actuales paladines del “orden natural” citan a Tomás de Aquino para defender verdades inmutables sobre el sexo o el género, una no puede evitar preguntarse: ¿se han leído bien a su maestro? ¿O solo les gusta usar su nombre como espada de autoridad cuando les conviene? ¿Tienen hermanas? ¿Hijas? ¿Madres? Doy por hecho que sí, porque todos tenemos la nuestra.

Porque claro, si vamos a aplicar la lógica tomista con coherencia, habría que aceptar también que las mujeres son biológicamente inferiores, que su papel es secundario en la historia de la salvación, y que para preservar la virtud masculina es razonable mantener abiertos ciertos canales institucionalizados de pecado. ¿Esto es lo que queremos mantener como fundamento moral? ¿No se parece demasiado a lo que hacen algunos tapando a las mujeres de arriba a abajo para que no molesten ni tienten a los santos varones?

La figura de Tomás de Aquino debería ser estudiada con todo el rigor que merece, sí, pero también con un pensamiento un poquito más crítico, como exige cualquier lectura contemporánea. No es un tótem incuestionable, sino lo que fue: un pensador de su tiempo, con notables aportes en algunos campos y errores monumentales en otros. Especialmente cuando hablaba de mujeres.

Sería interesante preguntarle —si el cielo tiene buzón de quejas— si alguna vez pensó que sus palabras serían usadas siglos después para defender la prostitución como un trabajo cualquiera, o para capitalizar los vientres subrogados, mientras se ignoran sus ideas sobre que el útero es un horno defectuoso.

¿Fue Tomás un genio? Lo dudo. La verdadera genialidad, para mí, siempre está más cerca del bien de lo que Aquino nunca llegó. Ese BIEN mayor con todas las letras mayúsculas que sin ñoñerías ni sensiblería barata nos saca sonrisas y gratitud del alma. ¿Fue un misógino de manual? Eso seguro. Como los ilustrados y otros "grandes hombres" que tanto daño han hecho. Tal vez incluso, podría ser un homosexual metido en su armario, como tantos misóginos resentidos han resultado ser. Todas esas dudas se quedan sin respuesta, pero lo que sí me parece claro es que si seguimos citándolo sin contexto, sin crítica y sin conciencia, lo que estamos haciendo no es filosofía ni teología, sino simplemente doble o triple moral al servicio de una narrativa que nunca debió sostenerse. Posiblemente habría que revisar urgentemente y con lupa el ranking mundial de santos, porque hay algunos puestos que no se entienden y el de Aquino no debe ser el único. En su caso, como en otros, hay más lobby que méritos.

Y cuando escuches a alguien citar al patrón de los lupanares como figura de autoridad moral...pemítete el derecho de poner en duda los argumentos de alguien que defiende lo indefendible, sabiéndolo o no.

 

Isabel Salas

domingo, 9 de marzo de 2025

MULTICULTURALIDAD IMPUESTA


La  tan cacareada multiculturalidad, impuesta a Europa desde hace años como un valor que exalta la diversidad y promueve valores de inclusión, merece, sin duda,  una segunda y una tercera revisión crítica  que, a día de hoy, no está siendo permitida ni incentivada. Nos la han presentado como un avance moral, como el signo de una sociedad madura y tolerante, pero en la práctica se ha venido convirtiendo en un proceso de desintegración donde solo una de las partes, la europea de raíz cristiana, está siendo obligada a renunciar a su historia, sus comidas, sus tradiciones y su fe.

Lo más increíble es que a los pueblos de Europa no se les ha consultado si desean abrir sus puertas a costumbres ajenas, a religiones incompatibles con sus valores, o a normas de convivencia o vestimenta que desdibujan el alma cultural que los ha sostenido durante siglos. La multiculturalidad que se ha promovido no nace espontáneamente de una migración natural, ni del respeto mutuo ni mucho menos del diálogo sincero, sino desde el turbio propósito de una ingeniería social que evidentemente, parece buscar la disolución de lo que aún queda de identidad espiritual, cohesión familiar y conciencia histórica en las sociedades europeas de raíz cristiana.

Obviamente no estamos ante un fenómeno natural. Es política. Es proyecto. Y es, según muchos valoramos, peligroso.

El cristianismo, y esto hay que decirlo sin miedo, ha modelado las bases éticas de la civilización occidental. Ha dado a la humanidad principios como la dignidad individual, el valor del perdón, la defensa de la conciencia, la separación progresiva entre lo espiritual y lo temporal, y una cultura del amor que ha transformado lentamente los impulsos más brutales de la historia. Aunque se hayan cometido errores y aunque existan episodios oscuros como la Inquisición, el cristianismo ha sido capaz de evolucionar hacia una visión más elevada del ser humano, precisamente porque se sabe guiado por un mensaje que trasciende el poder y el tiempo: el mensaje de Cristo.

A menudo se trae a colación la Inquisición para descalificar esta herencia, por eso es necesario hablar con datos y contexto. La Inquisición española, en sus más de 350 años de existencia, produjo entre  3.000 y 5.000 ejecuciones. En toda Europa, las distintas inquisiciones no suman más de 50.000 muertes. No son cifras aceptables, y tristemente existen, pero sí deben ser puestas en su marco histórico: siglos de guerras religiosas, castigos civiles atroces, y sistemas judiciales embrionarios. La Iglesia, en muchos casos y aunque cueste creerlo, fue más garantista que los tribunales civiles. Además, la propia tradición cristiana produjo autocrítica, promovió la revisión, el perdón público, y todas las reformas profundas que nos han traído a la actualidad.

Ahora bien, comparemos esto con los sistemas legales y religiosos de raíz islámica que aún hoy, en pleno siglo XXI, se practican y no como excepción sino como norma: el matrimonio infantil, la lapidación por adulterio, la pena de muerte a homosexuales, la persecución de apóstatas y cristianos, el castigo corporal en la vía pública, y la absoluta subordinación de la mujer entre otros. Todo esto con sustento teológico y amparo estatal. Hay países donde aún hoy cualquier niña de  6 a 15 años puede ser entregada forzosamente en matrimonio, o donde un hombre puede golpear a su esposa o a la esposa de otro con 100 latigazos, por mandato divino. Países donde decir “soy cristiano” puede costarte la vida, y donde el Estado y la religión son uno solo.

Según la Lista Mundial de la Persecución 2025 publicada por la organización Puertas Abiertas, los siguientes países presentan los niveles más altos de persecución hacia los cristianos, incluyendo casos de violencia extrema y asesinatos debido a su fe: Corea del Norte​, Somalia, Yemen Libia, Sudán​, Eritrea​, Nigeria​, Pakistán​, Irán​ y Afganistán. Aún no han incluido a Siria pero sabemos que allí la persecución a cristianos y a otros grupos está siendo feroz.

Concretamente en países como Irán, Arabia Saudita o Yemen, ser homosexual o renunciar al islam puede significar la ejecución pública. No estamos hablando de errores del pasado, sino de prácticas presentes, institucionales y sistemáticas, según los datos y estadísticas públicas que dispongo para sustentar mis afirmaciones.

Y, sin embargo, desde los micrófonos de Occidente, se nos repite que todas las culturas valen lo mismo. Que hay que respetar todas las opiniones y culturas. Que cuestionar estas prácticas es intolerancia y que oponerse a su entrada sin filtro es xenofobia. Que hablar, en resumen, contra la multiculturalidad es odio. Pero nadie está obligando al mundo islámico a aceptar nuestros valores en sus países. Nadie promueve multiculturalismo en Arabia Saudita o en Pakistán. Nadie defiende allí el “derecho a la diferencia”. Solo se le exige a Europa la adaptación forzosa, abrirse, callar, financiar y ceder.

Esta imposición constante debilita la conciencia colectiva, desarma la defensa espiritual de los pueblos, y somete a la sociedad a un relativismo destructor. No se trata de odiar al diferente, de hecho ni yo misma ni nadie de mi entorno ha expresado jamás  odio, se trata sí, de defender con firmeza lo verdadero. Y hay verdades que no pueden negociarse y no todos los valores son iguales. No es lo mismo la compasión que la lapidación. Y para afirmar esto me remito a las palabras de Cristo, "quién esté libre de pecado que tire la primera piedra".

No es lo mismo el respeto a la conciencia que la pena de muerte por apostasía. En concreto, no es lo mismo el mensaje de Jesucristo que el de la Sharía. Y decirlo no es odio: es responsabilidad y sentido de la preservación de nuestra vida y nuestros principios.

Si Europa quiere sobrevivir como civilización viva, tiene que recordar lo que la hizo grande: su raíz cristiana, su ética de la libertad, su compasión estructurada en el bien, su amor por la verdad. No se trata de imponer esa visión a los demás, sino de dejar de pedir perdón por ella. Y de ejercer el derecho de admisión que todo pueblo libre debe tener sobre su cultura, su tierra y sus hijos. No se trata de rechazar al otro. Se trata de preguntarnos por qué solo nosotros debemos ceder. ¿Por qué debemos borrar nuestras cruces, silenciar nuestras campanas, dudar de nuestras raíces para que el otro se sienta cómodo en nuestra casa o en nuestras escuelas? ¿Por qué se exige respeto a culturas que no respetan, acogida a religiones que no acogen en sus lugares de origen, y sumisión a ideologías que no dialogan?


El cristianismo ha sido y, aún es, el alma de Europa. Le dio hospitales, universidades, arte, ciencia, una ética del perdón y de la conciencia. Hoy Europa se arrodilla,  calla y paga. Europa se deshace porque la multiculturalidad que nos han impuesto no es encuentro entre iguales: es una rendición unilateral. No es convivencia: es una lenta amputación de nuestra identidad. Se nos prohíbe incluso pensarlo, discutirlo o escribirlo, y si lo hacemos fácilmente podemos ser injustamente acusados de intolerantes, de racistas o retrógrados.

Y sin embargo, decir la verdad no es odio y por mucho que lo repitan no lo será. Como dice un bello y sabio refrán africano, por mucho que el tronco flote, nunca será cocodrilo. El odio es un sentimiento muy difícil de detectar y de diagnosticar, pero es muy fácil callar la voz de quienes no aplauden las políticas impuestas cuando el que detenta el poder te puede acusar, juzgar y condenar  por "crimen de odio".

Europa no necesita leyes sobre el odio. Necesita memoria. Necesita valor para mirar lo que ha sido y decidir si desea seguir existiendo. Porque si todo se acepta, si todo se iguala, si todo se impone menos lo nuestro, entonces nada queda. Y quien ya no sabe quién es, no puede defender nada, ni siquiera a sus hijos y su legado. Me amparo en el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y en el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, según el cual tengo derecho a expresar opiniones críticas, incluso si son polémicas, contrarias al discurso oficial o molestas para otros. Este texto no contiene, ni en su letra ni en su espíritu, ningún tipo de incitación al odio, a la violencia, a la discriminación o al desprecio hacia personas por su religión, raza, nacionalidad u origen cultural. 

Al contrario, las observaciones aquí expuestas constituyen una crítica legítima y necesaria a ciertas políticas públicas, modelos ideológicos y prácticas institucionalizadas que afectan la identidad de las sociedades europeas de raíz cristiana.

Se habla aquí de hechos documentados, de experiencias colectivas y de un llamado urgente a la reflexión cultural profunda. No se ataca a individuos ni se menoscaba la dignidad de ninguna persona. Sin embargo, este texto defiende el derecho de todo pueblo —como lo han hecho históricamente otros— a conservar su identidad, proteger de forma serena sus raíces, y manifestar sus valores sin ser censurado, acusado ni obligado al silencio.


Isabel Salas

domingo, 2 de marzo de 2025

HORMIGAS Y LÁGRIMAS

Hay ovejas que parecen nubes y psicólogos que parecen manchas de flujo en bragas de putas. Parece raro, pero así es.

No suelo comentar esas cosas con nadie porque la mayoría de la gente que conozco es capaz de tumbarse en un prado a mirar las nubes y buscarles parecido con corderos y elefantes pero jamás se ponen a mirar ovejas con la misma intención (y mucho menos observan psicólogos tratando de ver a que mancha se parecen).
 
Por lo que sea, así son las cosas. 

Por eso me callo, para no molestar, para no ser siempre la "rara" que comenta lo que los otros ni se atreven a pensar. Por bondad y también por poseer un cierto grado de altruismo protector. No quiero que la gente se asuste, prefiero que los que me rodean sigan buscando ovejas en el cielo, tan tranquilos, mientras yo busco nubes en los erizos o en las hormigas del patio.

Por cierto, por mi acera también pasan todos los días varias hormigas y una de ellas, chiquita y fuerte, me llama siempre la atención. Me recuerda, en cierto modo, una de esas nubes de tormenta cargada de rayos. En la fila de hormigas suele ser la tercera y siempre pasa sonriendo arrastrando pedacitos de hojas o gotitas de agua. Si te fijas bien la verás haciendo un saludo  medio militar con su bracito libre.

Tengo ganas de inventarle una religión para que pueda tener un día de fiesta a la semana y descansar como otros animales hacen, pero no sé si puedo inventarme una religión así porque sí, sin más, lo mismo hay que tener diploma o algo, no lo sé.

Si un día puedo, lo haré, le inventaré una religión bonita llena de leyes y días de fiesta que ayude a mi hormiga a ser feliz, la guíe hacia su cielo y me quite a mí esa pesadumbre gris de ver como trabaja los domingos y los viernes santos como si el descanso no existiera.

La diferencia de tamaño entre nosotras, impide que ella y yo nos podamos fundir en unos de esos abrazos navideños tan entrañables. Una pena. Me encantaría abrazarla mirándola a los ojos acto seguido para que vea cuanto la quiero. Nuestras miradas se llenarían de lágrimas y tal vez se oyesen violonchelos.

Nos sentaríamos después ella y yo a mirar las lagrimitas con mucha atención y trataríamos de adivinar a qué se parecen. Ya sabéis que las hay que parecen ballenas con patines y otras psicólogos pintores.

Lo pasaríamos genial.

Isabel Salas

miércoles, 19 de febrero de 2025

¿EMPATÍA REAL O DE MANUAL?

 


No creo que sea sólo una impresión mía. Realmente vivimos rodeados de una cultura donde se ha normalizado el discurso superficial hasta un grado que llega a ser ofensivo. En los medios, en redes sociales y hasta en conversaciones cotidianas, proliferan las frases prefabricadas, el optimismo forzado y los eslóganes vacíos. Ante cualquier señal de descontento, enfermedades o problemas de cualquier tipo, lo que vemos es una  falsa empatía. Una reacción casi automática de quitarle importancia a las manifestaciones que incomodan. Se trata de evitar el malestar ajeno para que no nos afecte o nos haga sentir molestos. Mirar de frente el dolor, lo complejo, lo que no tiene arreglo, incomoda. Por eso se lo cubre con una sonrisa hueca y un "todo pasa" que no significa nada.

La pregunta "¿cómo estás?" se ha vaciado de sentido si es que alguna vez lo tuvo. No es una pregunta real, es una fórmula. Lo que se espera es una respuesta neutra, sin profundidad ni sinceridad. Esperamos una excusa para seguir con otra cosa. Si la conversación, por algún motivo,  amenaza con ponerse seria, llega enseguida una frase comodín: un lugar común disfrazado de consejo. "Todo pasa", "hay que ser positivos", "la vida es así". Respuestas automáticas que no escuchan, no piensan, no respetan. Frases que no lo parecen pero hieren, que no se dicen para ayudar, sino para cerrar la conversación.

Este tipo de reacción banaliza la experiencia ajena. No reconoce el sufrimiento, busca desactivarlo. Convierte el dolor en algo molesto y lo usa como una oportunidad para repetir eslóganes de autoayuda. Es, en fin,  una forma de silenciamiento. Y esto ha llevado a la gente a entender una triste verdad, si no finges que estás bien, molestas. Si hablas con seriedad, incomodas. Si nombras lo que duele, hay quien corre a esconderse detrás de una frase hecha.

Pero algo parece estar cambiando. Me parece (y espero no equivocarme) que cada vez hay más personas que no tragan con eso. Que no quieren frases, ni maquillajes, ni una positividad obligatoria. Personas que exigen conversaciones sinceras, sin adornos, sin condescendencia. Que están dispuestas a hablar en serio, a escuchar sin hastío ni rechazo y a sostener lo que pesa. 

¿Qué pasaría si cuando nos preguntan cómo estamos respondiéramos con la verdad? ¿Qué pasaría si cuando preguntamos a los demás, escucháramos con verdadero interés lo que nos cuentan? Tal vez no todo el mundo lo aguantaría, pero al menos sabríamos con quién se puede hablar de verdad y con quién no.

Quizá ese espacio de verdadera escucha nunca fue la norma, y lo que hoy vivimos no es más que la confirmación brutal de esa carencia. Pero tanto si se trata de inventarlo como de recuperarlo, ese espacio es hoy más necesario que nunca. No para ofrecer soluciones a todo, que ni pedimos ni nos piden, sino para expresar con honestidad lo que a veces basta: "qué situación tan difícil", "cuánto lo lamento", "debe ser muy duro lo que estás viviendo", "te deseo fuerza para enfrentarlo". Escuchar de verdad, nombrar lo que duele sin apurarlo ni taparlo, y mostrar empatía real, no de manual. Olvidarnos de repetir esas frases hechas que nos aíslan  y nos asustan.

Mi objetivo es que este lugarcito, desde el que respondo sobre cosas que nunca me preguntaron, no sea nunca parte del complot que le pone parches de dopamina a tu dedo.

Isabel Salas


viernes, 14 de febrero de 2025

INGENUA LIBERTAD


 

Hay palabras que se desgastan con el uso y otras que directamente son secuestradas por los siglos hasta que dejan de parecerse a lo que fueron. Como si esas palabras fueran una prenda heredada: la seguimos usando, pero ya no sabemos quién la tejió ni para qué.

Hoy vengo a hablar de tres palabras que han pasado por quirófano, cirugía estética y manipulación ideológica hasta volverse irreconocibles: ingenuo, libertino y manumitido. Tres maneras de ser libre o de dejar de ser esclavo. Tres condiciones jurídicas, hoy convertidas en caricaturas. 

Empezamos por Ingenuo, del latín ingenuus: nacido libre. No esclavo. Con derechos civiles desde el origen. Un ingenuo en Roma era alguien que no había sido esclavizado, ni liberado por su amo, ni había comprado su libertad. Era libre de nacimiento. Sin mácula de sumisión. Limpio ante la ley. 

Hoy cuando usamos o escuchamos la palabra “ingenuo” entendemos que es alguien que parece no haberse enterado de cómo funciona el mundo. El tontorrón. El que se fía. El que no sospecha. El que no prevé la maldad ajena porque aún conserva algo de bondad propia, casi infantil. Hemos pasado de llamar ingenuo al libre, a llamar ingenuo al crédulo.

Curiosa evolución, si lo analizas con un puntito de ironía política, ser libre ahora es sospechoso de ser estúpido. Así que cuando digas que alguien es “ingenuo”, quizá estés diciendo más de lo que crees.

Seguimos con libertini, de libertinus: el esclavo liberado. El que fue propiedad y ahora es hombre libre. Libre, pero con asterisco. No tenía todos los derechos del ingenuus. Seguía ligado a su antiguo amo, al menos simbólicamente. No podía ocupar ciertos cargos. Era libre, pero recordado como lo que fue.

Hoy, un libertino es un vicioso. Un desenfrenado. El que vive sin límites. Sin moral. El que se permite todo porque ya no cree en nada.

Del esclavo liberado, hemos pasado al libertino como depravado. Lo que antes era una libertad ganada, hoy es una libertad degenerada. Otra palabra que pasó de designar una condición jurídica a señalar una falta ética.

Y la ultima, manumitido,  del latín manumittere: “soltar de la mano”. El esclavo liberado por su amo, generalmente en testamento.

Manumitir era un acto de generosidad y de prestigio: liberar esclavos en el testamento te daba imagen de buen romano. Aunque a veces se hacía para no dejar a los herederos ciertos gastos e impuestos.

El manumitido era libre, pero no del todo. Su libertad estaba escrita por otro. Le debías la vida nueva a quien te había tenido como objeto. Agradecido y obediente tenías ciertas obligaciones para con la familia que te había poseído e incluso se mantenía un vinculo de dependencia a cambia de morada y otras facilidades.  Era la libertad prestada.

Hoy, la palabra está extinguida. Se ha diluido en la nada. Nadie dice “manumitido” en una conversación. Nadie recuerda que el verbo era manumitir, no “liberar”. El esclavo liberado ha desaparecido del lenguaje común, como si su figura molestara.

Porque aceptar que la libertad también puede ser un regalo que llega tarde —una limosna legal— no encaja con nuestros relatos actuales de meritocracia y “tú puedes lograrlo si quieres”. O quizás  el concepto se parece demasiado a esa libertad que nos regala hoy el estado a cambio de nuestra sumisión y devoción.

 

 Isabel Salas


lunes, 3 de febrero de 2025

HORMONAL SILENCE

 

 

 

 It’s not the end of anything—just the beginning of a silence of my own."

 

 

Menopause doesn’t need an elegy or a sympathy card. The way I’m experiencing it, it feels more like a spontaneous reconfiguration—one I’m thoroughly enjoying.
The body (finally) stops running on alarms, calendars, and above all, hormonal urgency. It doesn’t feel like a loss or a triumph. It simply feels like the natural consequence of staying alive beyond a certain age. And that, in itself, is already great news.

No longer having to prepare for the possible arrival of a fertilized egg, the uterus goes on holiday. It can finally focus on us—and on the deep friendship we’ve built over the years. The exact day of its final performance came and went like any other. No fireworks. No applause. Though if I had realized it was my last period, I might have stood up and clapped. I might’ve even sent it flowers.

Your period doesn’t leave like a bitter ex. It leaves like a flatmate who was around for a long time but finally found a job in another city. It leaves behind an empty shelf and a few forgotten clothes, but you’re happy for her. You know you won’t miss her. Some of her habits may linger, sure, but one day you’ll realize you haven’t thought about her in weeks. It’s a relief to live alone. And you’re glad.

Meanwhile, the world went on—scrolling, tapping, buying—oblivious to the shift happening inside my body. But I noticed. After a few days of adjustment and quiet observation, I realized what it was: a new kind of silence had taken hold of me. A magnificent, intense silence.

I welcomed it, named it hormonal silence, and prepared to enjoy it.

It wasn’t the solemn silence of a cathedral, nor the eerie hush of empty classrooms during summer. It was—and still is—a technical silence. Precise. Beautiful. A silence that lets me be. Nothing is trying to happen. Nothing is getting ready for anything. It’s not a malfunction. It’s serenity. Stillness. Peace.

My body has turned down the volume. There’s no longer machinery pushing out eggs or subtle cues demanding that I be available, fertile, desirable, or in top form. Sex is no longer a hormonal appointment. It’s dessert. Sometimes you want it, sometimes you don’t.

Hormonal silence clears the calendar in many ways. No more tracking fertile days or spotting ovulation signs. No surprise periods. No pregnancy tests. No desperate waiting or prayers whispered to the gods of faulty condoms.

Sure, skin changes. Hair too. You’ll never have oily hair again, and the Atacama Desert becomes a rainforest compared to the dryness of your shins. That’s when you discover a whole new world of creams—and collagen. I like the gummy ones, but the best one for me is a soluble powder. If you want the brand, ask me. It’s slowly bringing my nails back to life and adding volume to my hair, all with a pleasant orange flavor.

What’s curious is how the world keeps trying to pull you back—to make you look fertile again, or at least try. But those bullets don’t hit me anymore. I’m not trading this silence for anything. Hair care is one thing; returning to hormonal chaos is another.

This new silence doesn’t sound empty. It sounds like a tidy home. Like that bathroom you’ve just cleaned and, before closing the door, you pause to admire it. You slowly turn your head, soaking in the shine of the tiles and the perfectly folded towels—your handiwork. You smile. You nod to yourself. The universe can exhale now: the bathroom is done. The task is complete.

Our body, our mind, and our spirit savor the calm that comes from no longer functioning for others. And our home joins us. It had already grown quieter since the children left. But now our silences keep each other company, intertwining and singing in harmony.

For the first time in years, I’m not in a hurry. I give myself permission to be less productive. I stroll through my new kingdom. I embrace the bold, rough beauty that’s blooming in the new habitat I’m becoming.

I bless myself and look in the mirror like I did when I was a teenager—only now with far more wrinkles, yes, but also with far more wisdom and satisfaction.

More whole. More aged. More lived. And more alive.

 

Isabel Salas

domingo, 2 de febrero de 2025

SILENCIO HORMONAL


 


La menopausia no necesita una elegía ni una tarjeta de condolencias: tal y como la estoy viviendo, es una reconfiguración espontánea que estoy disfrutando mucho. El cuerpo (por fin) deja de estar dirigido por alarmas, por calendarios y, sobre todo, por urgencias hormonales. No me parece una pérdida ni una conquista: simplemente, la consecuencia de seguir viva a una determinada edad. Y eso, por sí solo, ya es una gran noticia.

Sin tener que renovarse ni prepararse para la posible llegada de un óvulo fecundado, el útero entra en periodo de vacaciones. Por fin puede enfocarse en nosotras y en nuestra gran amistad. El día concreto de su último espectáculo llegó como otro cualquiera. No hubo fuegos artificiales ni aplausos. Aunque, si yo hubiera notado que era mi última regla, en verdad lo habría aplaudido en pie y le habría mandado unas flores.

La regla no se va como un novio despechado. Se va como una circunstancial compañera de piso que estuvo en nuestra vida, pero que por fin encuentra trabajo en otra ciudad. Deja una estantería vacía y algunas prendas olvidadas, pero te alegras por ella. Sabes que no la vas a echar de menos. Puede que algo de su rutina se quede un rato, hasta que un día ya no piensas en ella. Es un alivio vivir sola. Y te alegras.

El mundo, por su parte, continuó su curso, impasible, haciendo scroll como si no hubiera un mañana. Permaneció atento a sus asuntos. Sin embargo, en mi cuerpo algo estaba cambiando. Y tras unos días de adaptación y autoanálisis comprendí lo que era: se había instalado en mí un silencio nuevo, magnífico e intenso.

Lo abracé, le di la bienvenida, lo bauticé como silencio hormonal y me dispuse a disfrutarlo.

No era el silencio solemne de las catedrales, ni el de las aulas vacías en vacaciones. Era —y es— un silencio técnico. Preciso. Precioso. Un silencio que me deja hacer. No hay nada que esté intentando pasar. Nada que se esté preparando para nada. No es un fallo técnico. Es serenidad, quietud, sosiego. En una palabra: paz.

El cuerpo ha bajado el volumen. Ya no existe la maquinaria empujando óvulos, ni la urgencia de estar disponible, receptiva, deseable o en forma. El sexo ya no es una cita con el fuego hormonal. Es un postre. Que unos días apetece y otros no.

El silencio hormonal limpia nuestra agenda en muchos sentidos. Ya no hay que marcar los días fértiles ni detectar signos de ovulación. No hay sobresaltos ni pruebas de embarazo. No hay esperas desesperadas ni oraciones llenas de promesas al dios de los condones defectuosos.

Es verdad que la piel cambia, y el pelo también. Nunca más tienes el pelo graso, y el desierto de Atacama es un mundo submarino comparado con la piel de las pantorrillas. Se descubren nuevas cremas y el apasionante mundo de los colágenos. Me gustan unos que parecen gominolas, pero el que mejor me sienta es uno en polvo soluble. Si alguien quiere saber el nombre, que me lo pida. Me está devolviendo paulatinamente cierta entidad a las uñas y volumen al pelo, con su agradable sabor a naranja.

Es curioso cómo el mundo sigue queriendo que rejuvenezcas, que sustituyas hormonas, que compres cosas para volver a ser fértil, o parecerlo. Pero esas balas no me han entrado. No cambio este silencio por nada. Una cosa es cuidar el cabello, y otra muy distinta es volver a llenarme de ruido.

Mi nuevo silencio amado no suena a vacío. Suena a casa en orden. A ese baño que acabas de limpiar y que, antes de cerrar la puerta, vuelves a mirar. Giras astuta y lentamente para admirar ese derroche de azulejos impecables y toallas bien dobladas que sabes que son obra tuya. Sonríes al  fijarte en cada detalle y asientes interiormente, como si el universo ya pudiera dejar de respirar, sencillamente porque el baño está listo y el deber cumplido.

Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu saborean la calma de no estar funcionando para otros. Y nuestra casa nos acompaña. Ella ya estaba más callada desde que los hijos se fueron. Pero ahora nuestros silencios se acompañan, se entrelazan y cantan juntos.

Sin prisa por primera vez en años, me doy permiso para no ser tan productiva. Paseo por mi reino. Abrazo esta aspereza real y valiente que florece en el nuevo hábitat en que me estoy convirtiendo.

Me bendigo y me miro al espejo como cuando era adolescente. Mucho más arrugada, sin duda, pero también mucho más sabia y satisfecha.

Más plena, más vieja, más vivida y más viva.

Isabel Salas

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

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