miércoles, 19 de febrero de 2025

¿EMPATÍA REAL O DE MANUAL?

 


No creo que sea sólo una impresión mía. Realmente vivimos rodeados de una cultura donde se ha normalizado el discurso superficial hasta un grado que llega a ser ofensivo. En los medios, en redes sociales y hasta en conversaciones cotidianas, proliferan las frases prefabricadas, el optimismo forzado y los eslóganes vacíos. Ante cualquier señal de descontento, enfermedades o problemas de cualquier tipo, lo que vemos es una  falsa empatía. Una reacción casi automática de quitarle importancia a las manifestaciones que incomodan. Se trata de evitar el malestar ajeno para que no nos afecte o nos haga sentir molestos. Mirar de frente el dolor, lo complejo, lo que no tiene arreglo, incomoda. Por eso se lo cubre con una sonrisa hueca y un "todo pasa" que no significa nada.

La pregunta "¿cómo estás?" se ha vaciado de sentido si es que alguna vez lo tuvo. No es una pregunta real, es una fórmula. Lo que se espera es una respuesta neutra, sin profundidad ni sinceridad. Esperamos una excusa para seguir con otra cosa. Si la conversación, por algún motivo,  amenaza con ponerse seria, llega enseguida una frase comodín: un lugar común disfrazado de consejo. "Todo pasa", "hay que ser positivos", "la vida es así". Respuestas automáticas que no escuchan, no piensan, no respetan. Frases que no lo parecen pero hieren, que no se dicen para ayudar, sino para cerrar la conversación.

Este tipo de reacción banaliza la experiencia ajena. No reconoce el sufrimiento, busca desactivarlo. Convierte el dolor en algo molesto y lo usa como una oportunidad para repetir eslóganes de autoayuda. Es, en fin,  una forma de silenciamiento. Y esto ha llevado a la gente a entender una triste verdad, si no finges que estás bien, molestas. Si hablas con seriedad, incomodas. Si nombras lo que duele, hay quien corre a esconderse detrás de una frase hecha.

Pero algo parece estar cambiando. Me parece (y espero no equivocarme) que cada vez hay más personas que no tragan con eso. Que no quieren frases, ni maquillajes, ni una positividad obligatoria. Personas que exigen conversaciones sinceras, sin adornos, sin condescendencia. Que están dispuestas a hablar en serio, a escuchar sin hastío ni rechazo y a sostener lo que pesa. 

¿Qué pasaría si cuando nos preguntan cómo estamos respondiéramos con la verdad? ¿Qué pasaría si cuando preguntamos a los demás, escucháramos con verdadero interés lo que nos cuentan? Tal vez no todo el mundo lo aguantaría, pero al menos sabríamos con quién se puede hablar de verdad y con quién no.

Quizá ese espacio de verdadera escucha nunca fue la norma, y lo que hoy vivimos no es más que la confirmación brutal de esa carencia. Pero tanto si se trata de inventarlo como de recuperarlo, ese espacio es hoy más necesario que nunca. No para ofrecer soluciones a todo, que ni pedimos ni nos piden, sino para expresar con honestidad lo que a veces basta: "qué situación tan difícil", "cuánto lo lamento", "debe ser muy duro lo que estás viviendo", "te deseo fuerza para enfrentarlo". Escuchar de verdad, nombrar lo que duele sin apurarlo ni taparlo, y mostrar empatía real, no de manual. Olvidarnos de repetir esas frases hechas que nos aíslan  y nos asustan.

Mi objetivo es que este lugarcito, desde el que respondo sobre cosas que nunca me preguntaron, no sea nunca parte del complot que le pone parches de dopamina a tu dedo.

Isabel Salas


viernes, 14 de febrero de 2025

INGENUA LIBERTAD


 

Hay palabras que se desgastan con el uso y otras que directamente son secuestradas por los siglos hasta que dejan de parecerse a lo que fueron. Como si esas palabras fueran una prenda heredada: la seguimos usando, pero ya no sabemos quién la tejió ni para qué.

Hoy vengo a hablar de tres palabras que han pasado por quirófano, cirugía estética y manipulación ideológica hasta volverse irreconocibles: ingenuo, libertino y manumitido. Tres maneras de ser libre o de dejar de ser esclavo. Tres condiciones jurídicas, hoy convertidas en caricaturas. 

Empezamos por Ingenuo, del latín ingenuus: nacido libre. No esclavo. Con derechos civiles desde el origen. Un ingenuo en Roma era alguien que no había sido esclavizado, ni liberado por su amo, ni había comprado su libertad. Era libre de nacimiento. Sin mácula de sumisión. Limpio ante la ley. 

Hoy cuando usamos o escuchamos la palabra “ingenuo” entendemos que es alguien que parece no haberse enterado de cómo funciona el mundo. El tontorrón. El que se fía. El que no sospecha. El que no prevé la maldad ajena porque aún conserva algo de bondad propia, casi infantil. Hemos pasado de llamar ingenuo al libre, a llamar ingenuo al crédulo.

Curiosa evolución, si lo analizas con un puntito de ironía política, ser libre ahora es sospechoso de ser estúpido. Así que cuando digas que alguien es “ingenuo”, quizá estés diciendo más de lo que crees.

Seguimos con libertini, de libertinus: el esclavo liberado. El que fue propiedad y ahora es hombre libre. Libre, pero con asterisco. No tenía todos los derechos del ingenuus. Seguía ligado a su antiguo amo, al menos simbólicamente. No podía ocupar ciertos cargos. Era libre, pero recordado como lo que fue.

Hoy, un libertino es un vicioso. Un desenfrenado. El que vive sin límites. Sin moral. El que se permite todo porque ya no cree en nada.

Del esclavo liberado, hemos pasado al libertino como depravado. Lo que antes era una libertad ganada, hoy es una libertad degenerada. Otra palabra que pasó de designar una condición jurídica a señalar una falta ética.

Y la ultima, manumitido,  del latín manumittere: “soltar de la mano”. El esclavo liberado por su amo, generalmente en testamento.

Manumitir era un acto de generosidad y de prestigio: liberar esclavos en el testamento te daba imagen de buen romano. Aunque a veces se hacía para no dejar a los herederos ciertos gastos e impuestos.

El manumitido era libre, pero no del todo. Su libertad estaba escrita por otro. Le debías la vida nueva a quien te había tenido como objeto. Agradecido y obediente tenías ciertas obligaciones para con la familia que te había poseído e incluso se mantenía un vinculo de dependencia a cambia de morada y otras facilidades.  Era la libertad prestada.

Hoy, la palabra está extinguida. Se ha diluido en la nada. Nadie dice “manumitido” en una conversación. Nadie recuerda que el verbo era manumitir, no “liberar”. El esclavo liberado ha desaparecido del lenguaje común, como si su figura molestara.

Porque aceptar que la libertad también puede ser un regalo que llega tarde —una limosna legal— no encaja con nuestros relatos actuales de meritocracia y “tú puedes lograrlo si quieres”. O quizás  el concepto se parece demasiado a esa libertad que nos regala hoy el estado a cambio de nuestra sumisión y devoción.

 

 Isabel Salas


lunes, 3 de febrero de 2025

HORMONAL SILENCE

 

 

 

 It’s not the end of anything—just the beginning of a silence of my own."

 

 

Menopause doesn’t need an elegy or a sympathy card. The way I’m experiencing it, it feels more like a spontaneous reconfiguration—one I’m thoroughly enjoying.
The body (finally) stops running on alarms, calendars, and above all, hormonal urgency. It doesn’t feel like a loss or a triumph. It simply feels like the natural consequence of staying alive beyond a certain age. And that, in itself, is already great news.

No longer having to prepare for the possible arrival of a fertilized egg, the uterus goes on holiday. It can finally focus on us—and on the deep friendship we’ve built over the years. The exact day of its final performance came and went like any other. No fireworks. No applause. Though if I had realized it was my last period, I might have stood up and clapped. I might’ve even sent it flowers.

Your period doesn’t leave like a bitter ex. It leaves like a flatmate who was around for a long time but finally found a job in another city. It leaves behind an empty shelf and a few forgotten clothes, but you’re happy for her. You know you won’t miss her. Some of her habits may linger, sure, but one day you’ll realize you haven’t thought about her in weeks. It’s a relief to live alone. And you’re glad.

Meanwhile, the world went on—scrolling, tapping, buying—oblivious to the shift happening inside my body. But I noticed. After a few days of adjustment and quiet observation, I realized what it was: a new kind of silence had taken hold of me. A magnificent, intense silence.

I welcomed it, named it hormonal silence, and prepared to enjoy it.

It wasn’t the solemn silence of a cathedral, nor the eerie hush of empty classrooms during summer. It was—and still is—a technical silence. Precise. Beautiful. A silence that lets me be. Nothing is trying to happen. Nothing is getting ready for anything. It’s not a malfunction. It’s serenity. Stillness. Peace.

My body has turned down the volume. There’s no longer machinery pushing out eggs or subtle cues demanding that I be available, fertile, desirable, or in top form. Sex is no longer a hormonal appointment. It’s dessert. Sometimes you want it, sometimes you don’t.

Hormonal silence clears the calendar in many ways. No more tracking fertile days or spotting ovulation signs. No surprise periods. No pregnancy tests. No desperate waiting or prayers whispered to the gods of faulty condoms.

Sure, skin changes. Hair too. You’ll never have oily hair again, and the Atacama Desert becomes a rainforest compared to the dryness of your shins. That’s when you discover a whole new world of creams—and collagen. I like the gummy ones, but the best one for me is a soluble powder. If you want the brand, ask me. It’s slowly bringing my nails back to life and adding volume to my hair, all with a pleasant orange flavor.

What’s curious is how the world keeps trying to pull you back—to make you look fertile again, or at least try. But those bullets don’t hit me anymore. I’m not trading this silence for anything. Hair care is one thing; returning to hormonal chaos is another.

This new silence doesn’t sound empty. It sounds like a tidy home. Like that bathroom you’ve just cleaned and, before closing the door, you pause to admire it. You slowly turn your head, soaking in the shine of the tiles and the perfectly folded towels—your handiwork. You smile. You nod to yourself. The universe can exhale now: the bathroom is done. The task is complete.

Our body, our mind, and our spirit savor the calm that comes from no longer functioning for others. And our home joins us. It had already grown quieter since the children left. But now our silences keep each other company, intertwining and singing in harmony.

For the first time in years, I’m not in a hurry. I give myself permission to be less productive. I stroll through my new kingdom. I embrace the bold, rough beauty that’s blooming in the new habitat I’m becoming.

I bless myself and look in the mirror like I did when I was a teenager—only now with far more wrinkles, yes, but also with far more wisdom and satisfaction.

More whole. More aged. More lived. And more alive.

 

Isabel Salas

domingo, 2 de febrero de 2025

SILENCIO HORMONAL


 


La menopausia no necesita una elegía ni una tarjeta de condolencias: tal y como la estoy viviendo, es una reconfiguración espontánea que estoy disfrutando mucho. El cuerpo (por fin) deja de estar dirigido por alarmas, por calendarios y, sobre todo, por urgencias hormonales. No me parece una pérdida ni una conquista: simplemente, la consecuencia de seguir viva a una determinada edad. Y eso, por sí solo, ya es una gran noticia.

Sin tener que renovarse ni prepararse para la posible llegada de un óvulo fecundado, el útero entra en periodo de vacaciones. Por fin puede enfocarse en nosotras y en nuestra gran amistad. El día concreto de su último espectáculo llegó como otro cualquiera. No hubo fuegos artificiales ni aplausos. Aunque, si yo hubiera notado que era mi última regla, en verdad lo habría aplaudido en pie y le habría mandado unas flores.

La regla no se va como un novio despechado. Se va como una circunstancial compañera de piso que estuvo en nuestra vida, pero que por fin encuentra trabajo en otra ciudad. Deja una estantería vacía y algunas prendas olvidadas, pero te alegras por ella. Sabes que no la vas a echar de menos. Puede que algo de su rutina se quede un rato, hasta que un día ya no piensas en ella. Es un alivio vivir sola. Y te alegras.

El mundo, por su parte, continuó su curso, impasible, haciendo scroll como si no hubiera un mañana. Permaneció atento a sus asuntos. Sin embargo, en mi cuerpo algo estaba cambiando. Y tras unos días de adaptación y autoanálisis comprendí lo que era: se había instalado en mí un silencio nuevo, magnífico e intenso.

Lo abracé, le di la bienvenida, lo bauticé como silencio hormonal y me dispuse a disfrutarlo.

No era el silencio solemne de las catedrales, ni el de las aulas vacías en vacaciones. Era —y es— un silencio técnico. Preciso. Precioso. Un silencio que me deja hacer. No hay nada que esté intentando pasar. Nada que se esté preparando para nada. No es un fallo técnico. Es serenidad, quietud, sosiego. En una palabra: paz.

El cuerpo ha bajado el volumen. Ya no existe la maquinaria empujando óvulos, ni la urgencia de estar disponible, receptiva, deseable o en forma. El sexo ya no es una cita con el fuego hormonal. Es un postre. Que unos días apetece y otros no.

El silencio hormonal limpia nuestra agenda en muchos sentidos. Ya no hay que marcar los días fértiles ni detectar signos de ovulación. No hay sobresaltos ni pruebas de embarazo. No hay esperas desesperadas ni oraciones llenas de promesas al dios de los condones defectuosos.

Es verdad que la piel cambia, y el pelo también. Nunca más tienes el pelo graso, y el desierto de Atacama es un mundo submarino comparado con la piel de las pantorrillas. Se descubren nuevas cremas y el apasionante mundo de los colágenos. Me gustan unos que parecen gominolas, pero el que mejor me sienta es uno en polvo soluble. Si alguien quiere saber el nombre, que me lo pida. Me está devolviendo paulatinamente cierta entidad a las uñas y volumen al pelo, con su agradable sabor a naranja.

Es curioso cómo el mundo sigue queriendo que rejuvenezcas, que sustituyas hormonas, que compres cosas para volver a ser fértil, o parecerlo. Pero esas balas no me han entrado. No cambio este silencio por nada. Una cosa es cuidar el cabello, y otra muy distinta es volver a llenarme de ruido.

Mi nuevo silencio amado no suena a vacío. Suena a casa en orden. A ese baño que acabas de limpiar y que, antes de cerrar la puerta, vuelves a mirar. Giras astuta y lentamente para admirar ese derroche de azulejos impecables y toallas bien dobladas que sabes que son obra tuya. Sonríes al  fijarte en cada detalle y asientes interiormente, como si el universo ya pudiera dejar de respirar, sencillamente porque el baño está listo y el deber cumplido.

Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu saborean la calma de no estar funcionando para otros. Y nuestra casa nos acompaña. Ella ya estaba más callada desde que los hijos se fueron. Pero ahora nuestros silencios se acompañan, se entrelazan y cantan juntos.

Sin prisa por primera vez en años, me doy permiso para no ser tan productiva. Paseo por mi reino. Abrazo esta aspereza real y valiente que florece en el nuevo hábitat en que me estoy convirtiendo.

Me bendigo y me miro al espejo como cuando era adolescente. Mucho más arrugada, sin duda, pero también mucho más sabia y satisfecha.

Más plena, más vieja, más vivida y más viva.

Isabel Salas

OJO POR OJO, PIXEL POR PIXEL

La última trinchera: apagar la cámara.  Black Mirror no era ficción. Era ensayo general.   Esta mañana me desperté y encontré  un montón de ...