¿Quién no ha leído esa pregunta en los comentarios debajo de cada injusticia publicada?
Es importante afinar el lenguaje y ser rigurosos para no caer en simplificaciones que desvían el análisis sobre cualquier asunto. Por ejemplo referirnos a “los hombres que gobiernan” como sinónimo del poder institucional que tolera burdeles y prostitución legalizada en nuestras sociedades ya no refleja la realidad. Hoy día hay mujeres, cómplices perfectas del patriarcado, que gobiernan, legislan, sentencian y administran el poder con la misma frialdad que sus colegas varones, y que también miran hacia otro lado ante la trata, los prostíbulos y la explotación sexual. Algunas incluso defienden que la prostitución es “un trabajo más”.
Con la misma cautela hay que responder a la pregunta “¿Dónde están las feministas?”. Una pregunta que circula mucho, especialmente en redes y en discursos reaccionarios. A veces se formula desde la decepción sincera; muchas otras, desde el cinismo más barato. En ambos casos, parte de una expectativa perversa: que las feministas estén en todos los frentes, todo el tiempo, ocupándose de lo que el resto de la sociedad no quiere ni mirar.
Como si esas mujeres no tuvieran también hijos, trabajos, estudios, deberes de cuidado. Como si ser feminista implicara la obligación de encargarse de lo que nadie más asume. Como si, por no haber nadie más que lo haga, la responsabilidad recayera siempre sobre sus espaldas.
¿Y acaso la trata de personas o el matrimonio forzado de niñas en países donde la pederastia se disfraza de tradición no debería ser un asunto de todos? ¿No somos nosotros —hombres y mujeres, padres y madres— quienes deberíamos alzar la voz? ¿No son nuestras hijas, idénticas a esas otras niñas obligadas a casarse a los nueve años, las que también están en riesgo?
Lo más cómodo es deslizar la carga al feminismo. Lo más habitual es que no se exija responsabilidad a quienes ostentan el poder real: gobiernos, parlamentos, organismos multilaterales, grandes medios. Sí, hoy hay mujeres diputadas, juezas y presidentas. Algunas incluso se dicen feministas. Pero que se sepa, ninguna ha propuesto sanciones económicas concretas contra Estados como Irán por legalizar la esclavitud sexual infantil. Y ahí está el verdadero problema: no en quién ocupa el cargo, sino en la lógica del poder que ocupan.
El sistema sigue siendo patriarcal, aunque tenga rostro de mujer. Reproduce una lógica jerárquica, extractiva y cínica, que premia la obediencia y castiga la ética. Que protege intereses y desprecia derechos. Ese sistema acepta a mujeres siempre que no lo desafíen. Las que sí lo hacen, no llegan lejos.
Mientras tanto, Occidente impone sanciones cuando le conviene. Rusia fue castigada con dureza tras invadir Ucrania. A Cuba se le mantiene un embargo desde hace décadas por razones políticas. Pero ninguna de estas potencias sanciona a Estados que legalizan el abuso de menores bajo ropajes culturales o religiosos. En Irán, Yemen o Afganistán, las niñas de 9 años pueden ser entregadas legalmente a hombres adultos. Y nadie hace nada. No hay sanciones. No hay boicots. No hay indignación diplomática.
¿Por qué? Porque esos países son estratégicos: tienen petróleo, gas, acceso regional, mercados para armas. La violación institucionalizada de niñas no altera los flujos comerciales ni los intereses geopolíticos. Por eso se tolera. No es una omisión: es una decisión.
Los derechos humanos se invocan cuando conviene. Se sanciona a quien incomoda, no a quien comete atrocidades útiles. Y eso es cinismo en estado puro.
Entonces sí, la pregunta sigue en pie: ¿por qué se exige más a quienes protestan (sin poder real), que a quienes gobiernan (con poder y silencio culpable)? ¿Por qué el dedo siempre apunta a las mujeres que gritan en las calles, y no al sistema —hombres y mujeres— que sostiene esta violencia con tratados, acuerdos y complicidad activa?
Porque es más fácil burlarse de una pancarta que romper un contrato.
El feminismo no es un bloque homogéneo. Hay feminismos de salón, de congreso, de financiación internacional. Y hay feminismos de barro, que se juegan el cuerpo, que denuncian donde nadie denuncia. Pedirle cuentas al “feminismo” en abstracto es una trampa, una burla, una forma de diluir su potencia crítica. ¿Dónde están las feministas?, preguntan. Pero no preguntan dónde están los gobiernos, las universidades, las ONG que reciben millones, los empresarios, los sindicatos, los frailes agustinos, los hombres musulmanes occidentalizados o los directores de orquesta. El dedo siempre apunta a las mujeres que protestan. Nunca a los clientes del prostíbulo.
Todos vivimos en sociedades que toleran la prostitución. Todos conocemos a hombres que van de putas. Todos tenemos hijas, o sobrinas, o niñas cerca. Todos estamos obligados a exigir que nuestros gobiernos enfrenten de una vez este crimen. Pero debe de ser difícil combatir algo que tiene tantos clientes.
Quizá por eso se prefiere condenar el matrimonio forzado en países lejanos. Condenar lo ajeno resulta más cómodo que combatir lo propio. Y volvemos al origen: el problema no es que se espere una reacción del feminismo. El problema es que se le cargue con la responsabilidad exclusiva de hacer lo que todos los demás eluden.
Los gobiernos occidentales siguen haciendo negocios con Estados que legalizan el abuso de niñas. Las feministas no firman contratos energéticos ni acuerdos diplomáticos. Eso lo hacen hombres y mujeres con poder. El silencio no es solo feminista. Es estructural. Y es selectivo.
Sí, hay feminismos cobardes. Feministas de escaparate, de selfie y de eufemismo. Pero también las hay que incomodan, que interpelan, mujeres valientes de arriba a abajo, que están en las calles cuando nadie más está. Esas mujeres que sostienen su pancarta poniendo el cuerpo, madres de hijas asesinadas en un descampado o de hijos arrancados judicialmente, chicas que han sobrevivido a una infancia de abusos, o maestras que conocen demasiado bien las violencias que sufren sus alumnas, pero ellas no pueden cubrir todas las guerras ni pueden gritar en todas partes. Sin duda, hacen mucho más que muchos, aunque a algunos les parezca poco. Hacen lo que pueden.
¿Y tú?
Isabel Salas